¿Elena con h o sin h?, pregunté, como si esa letra pudiera cambiar las cosas. Como si sólo esa pregunta pudiera hacer un relato de vida menos muda, menos silenciosa, menos dolorosa. Esa mañana Elena salió temprano de su casa. Todo estaba enmudecido. Salió al abismo. Más decidida que nunca. Esta decisión sólo podía compararse con aquella que tomó para venirse desde Bolivia, su tierra, a trabajar a Neuquén. Tiene 29 años, apenas un año más que yo. Su sonrisa medio torcida y su dentadura algo dañada me cuentan acerca de su vida sin tener que usar palabras. A veces el cuerpo es como una h. Elena viajó 102 kilómetros. Un largo silencio atravesó su camino. Veía tan anchas las calles que fue perdiendo poco a poco la capacidad de decir. Sólo sus ojos, grandes, miraban con tanta atención, queriendo abarcar todo, no quería cerrarlos, como si al cerrarlos se perdiera un trozo de vida o algo así, como si al cerrarlos pudiera esconderse de sí misma, de su útero.
─¿Con h o sin h?
─Sin h
La falta de sonido acompañaba todo su estar ahí conmigo. Llegó al hospital de Neuquén, al más grande, buscando un poco de alivio, un poco de empatía, un poco de palabras con música, con calorcito. Miró para todos lados, caminó los pasillos del hospital lentamente. Le urgía encontrar respuestas pero caminaba con mucha dificultad, arrastraba su pierna izquierda dejando una estela de dolor a su paso. Yo podía verlo. Su cuerpo hablaba. Sin h, repetí mientras me contaba que vio una calcomanía pegada en una de las paredes rasgada de ese hospital enorme. Hablaba de aborto y tenía nuestro número. Lo copió en su celular y en ese momento el silencio dejó de habitarla. Nos llamó.
Pola, la telefonista revoltosa, derribó fronteras indicándole que la podíamos ver en ese momento. Había dos compañeras reunidas con otras mujeres en su situación y su derrotero empezaba poco a poco a llegar a su fin. Amanecía para Elena, otra era su mañana aunque eran casi las tres de la tarde. Cuando llegó estábamos Maga y yo. Miré sus manos ajadas, atisbé las tristezas que delineaban sus ojos. Fue como estar frente a un espejo que me devolvía una imagen distorsionada de mí misma. A Elena le hablé casi susurrando, creyendo que así nos sentiríamos más cerca. ─Yo lleno la protocola─, le dije a Maga mientras ella acompañaba a otra mujer. Me senté cerquita de Elena.
Elena es un nombre tan bonito, significa “antorcha”. Ella es como una antorcha. Me gustó todavía más cuando me dijo que iba sin h. La h adelante siempre me pareció absurda. Recordé la escuela y los significados de la letra que, a veces, es muda. Cuando me contó que nunca usó método anticonceptivo la que se quedó con todas las h encima fui yo. Mientras charlábamos sus ojos se iban inundando. Sentí que podía nadar en lo que ella no podía decir. Anoté en el margen de la hoja: MAC, nunca usó (lo usa como defensa o algo así). En defensa de los machos que la sometieron, pensé. No usó nunca porque era el plan perfecto para no tener relaciones sexuales con esos machos, pensé.
Sus ojos, de un marrón oscuro, se volvían cada vez más acuosos hasta que Elena se volvió toda barro, toda agua. Su voz entrecortada no menguaba la estridencia de su relato. Quise que hubiera entre nosotras un té de manzanilla, un té de cercanía, un té de refugio. Como si el universo adivinara mi pensamiento entró un viento cálido haciéndole un tajo suave al frio de esta tierra. Entonces me animé a preguntarle sobre su vida, sobre esa pierna doliente. Elena dobló con delicadeza un papelito que había sobre la mesa y dejó caer, al fin, los alfileres que cortaban su voz. Me contó que su ex pareja la chocó a propósito. Ella lo quería dejar y él la chocó luego de una discusión. Él, el padre de su única hija. Se secó las lágrimas con la manga derecha de su remera verde oscuro y me pidió, como si estuviera en la escuela y yo fuera su maestra, permiso para ir al baño. Me quedé sola, con rabia, los ojos se me iban poniendo acuosos, como de barro, como de ella. Volvió riéndose, en el baño había dejado las lágrimas y algunos miedos, me contó parte de su vida, habitó las palabras.
Vuelvo a casa. 102 kilómetros sin saber adónde ir, Elena. Yo. A pocos días de volver de la Plenaria socorrista en Córdoba regreso a mis apuntes y cuadernos y leo “humanizar los abortos”. Leo en internet: Metafóricamente adquiere los conceptos de “la mujer más bella del universo” derivados de la historia troyana de París y Elena, en la que Elena, de belleza incomparable, fue persuadida por París para llevar a cabo una fuga juntos. Por eso el nombre de Elena ha adquirido el epíteto griego de “destructora de hombres”. Destructora de hombres, me repito para no olvidar, destructora de hombres. Elena es un nombre tan bonito y fuerte como quien lo porta. Su aborto nos encontró. Nos espejeó y nos apoderó.
Las Revuelta, colectiva feminista, se inspiró en los socorros rosas de las feministas italianas de la década del 70. Por primera vez en Neuquén y en el país, un grupo de mujeres se organizó para facilitar el derecho de otras mujeres a abortar. Funcionó primero con el “boca a boca”, sin demasiada publicidad pública para garantizar seguridad y evitar posibles persecuciones. Pero con el tiempo, el derecho a abortar fue ganando espacios y cuerpos, el servicio se consolidó, y la sororidad de Las Revueltas se hizo federal. En 2013 se conformó “Socorristas en Red”, una red de activistas feministas que arman socorros rosas en distintos puntos del país. Este año Las Revueltas presentaron el primer informe sobre el servicio en Neuquén, difundiendo así números reales sobre abortos con misoprostol. Esto fue posible porque desde 2010 las revueltas llevan un ordenado registro de las mujeres que acompañan.
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