Patricia no sabía porqué tenía que ocultar lo que deseaba ni por qué la crueldad era mejor vista que su blusa bordada con chaquiras. Nunca comprendió cómo era que ella no tenía derecho a una familia ni a votar por los gobernantes que habrían de vivir de sus impuestos. ¿Existían transgresiones positivas y otras indeseables? ¿Qué hacía a su falda corta en lentejuelas un elemento más violento que los puñetazos en su rostro?
A veces buscaba respuestas en el diccionario y se asustaba al empezar a vislumbrarlas. «Violencia: 3. f. Acción violenta o contra el natural modo de proceder» decía, en su diccionario, la Real Academia Española. Paty no sabía evitar el dolor entre sus sienes, el blanco de tiro que se posaba sobre su pecho, los clavos que atravesaban sus manos y la marcaban como ajena a la naturaleza.
Alguien se burló de su identidad alguna vez, cuestionando cómo Paty podía basar en su sexo la construcción de su vida y su expresión. Paty respondió que no sabía, que a ella le parecía tan idiota como basar la identidad en la religión, el color de piel o la situación geográfica. Pero con algo había que edificar; fuera con ropa, baile, llanto o lápiz labial. A veces prefería las trenzas y las cejas a la Kahlo. El chongo tan alto como la valentía y esa cara de india que con tanta dignidad portaba. Así lo gritaba cuando alguien se refugiaba en eufemismos.
—¡India! ¡Se dice india! —vociferaba ante hipocresías como café, bronceada o morenita. Para Paty la melena crecía como chayote, se lavaba con jabón de chile y se portaba con el estilo de los cabellos del elote.
Paty jamás consiguió que su padre la llamara por su nombre. Siempre se refería a ella como wey, cabrón o marimacho. La trataba con rudeza, como debía tratarse a un hombre. La obligaba a jugar con la pelota y a usar el pelo corto-militar. Tuvo que conformarse casi siempre con la frescura de los pantalones cortos y la pasión distante del guardarropa de su madre. Cuando por fin decidió enfrentarse, tuvo que aguantar más que un par de bofetadas del hombre que quería forjarle a su imagen y estereotipo. La sangre le temblaba en el rostro mientras su madre se tragaba las lágrimas.
Fue una larga temporada de interminables palizas, hasta que descendió la furia y se fue estacionando la resignación. Las represiones disminuyeron en constancia y se esfumaron el día en que Paty desapareció. Se fue con el novio o las amigas, se fue contenta o hundida en depresión. Cuando la comadre Matilde le preguntó a su madre qué haría de su vida tras el abandono, ésta no pudo más que contestar un lacónico:
—Seguir moliendo maíz—.
Su padre habrá preguntado por ella unas tres veces, después de su partida.
—¿Dónde está Antonio? —cuestionaba enfurecido, como unos guantes de box buscando su costal.
—No ha vuelto —respondía Doña Mary y se limpiaba las manos con el mandil.
—Dile a ese cabrón cuando vuelva que le voy a dar unos putazos si no se viste como hombre —terminaba el padre, tajante, la conversación.
De cualquier manera no volvió y se ganó la vida como pudo; de escritora, cocinera, abogada o trabajadora sexual.
—Siempre digna y ¡adelante! —se impulsaba solita en los momentos de duda y sinsabor. Habría llegado más lejos de no ser por esos puños. La atraparon tan de pronto y sumida en distracción.
Patricia no sabía porqué tenía que ocultar lo que deseaba ni porqué la crueldad era mejor vista que su blusa bordada con chaquiras. Ella era perfecta, infinita, total. Podrían aquella noche terminar con su equipaje, incendiarle sus maletas y herir de muerte las plantas de sus pies; igual no atravesarían su espíritu ni derribarían jamás la libertad.
Ella reencarnaría en cada mujer oprimida por el yugo de las leyes, en los besos con lenguas de un hombre con otro y en las mentes en donde el sexo no quepa o quepa en más de una canción. En una cama de hospital, en un cuerpo recién nacido al que la médica no sepa si llamar hombre o mujer, ahí estaría Paty. Radiante, transitiva, para siempre. Así los puños la fulminaran esa noche, se iría invicta de consciencia.
Paty recibió todas las heridas con la cara en alto. Aunque hubiera preferido un buen debate, esa pelea la confrontó y no la sufrió. Como a cualquier otra, inmersa en el sistema de guerra y competencia, le tocó dar también algunos golpes y no quedarse impávida en el momento del final. Cuando el calor desapareció para siempre de su cuerpo, el mundo perdió sin remedio un poquito de esperanza.
—¿Dónde está Antonio? —preguntó su padre enfurecido.
Doña Mary lo miró con displicencia. Se quitó el mandil tranquila y colocó en el índice su anillo de jade.
—¡Patricia! Se llama Patricia —contestó, mientras trascendía de la casa a la avenida y las tortillas se volvían ceniza en el comal.
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