Este cuerpo no me pertenece. Ninguna entidad del Universo puede reconocerlo como propio. Es “un préstamo de huesos”, diría Neruda; pero es un préstamo bastante traicionero. Crece a su manera y se comporta como quiere. Se enamora y se excita sin preguntarme siquiera y me hace comportar como un idiota aunque yo quiera parecer la reina empoderada. Yo no puedo más que cuidarlo y transformarlo lentamente para que, un día, sin que él se dé cuenta, se parezca un poquito más a quien soy realmente. Decidí tatuarme que soy puto para que mi cuerpo fuera coherente con el alma.
Hay muchas marcas en mi cuerpo que me hice sin querer. El suelo, los gritos y los hombres rasgaron mi piel irremediablemente. Hay cicatrices abstractas que me dejó la educación (¡la mala educación!) y van a sangrar de nuevo a chorros si las arranco de un trancazo. Un hombre que quién sabe si existió murió presuntamente para salvarme, sin que yo se lo pidiera, insertándose unos clavos en las extremidades que ahora pretenden enterrarme en la frente y en el pecho. Decidí tatuarme que soy puto para decirle que no quiero sus estigmas, que los vomito, pero que asumo que los tengo y los reconozco como parte de mi formación. Una formación llena de odio de la que ahora me desmarco. Como disidente. Como paria. Pueden llenarme el cuerpo de sus balas, pero mi alma no la vuelven a tocar.
Decidí tatuarme que soy puto para anular todas las posibilidades de esconderme. Incluso de mí mismo. Como un recordatorio que me diga que no puedo sumergir la cara en las aguas del opresor aunque mi estancia en la Tierra dependa de ello. Que sobrevivir anulando la propia identidad es un atentado contra todo lo que me constituye como persona. Vale más vivir un rato como un ser en resistencia, con la cara levantada y la voz fuerte, que toda la vida ignorando la imagen del espejo.
Decidí tatuarme que soy puto para decirle a la vida que la amo, pero que ante un atentado grave contra mi dignidad yo preferiría la muerte.