Reina Maple. Por Ana Paulina Gutierrez.

Atravesó el lugar con pasos húmedos y sonoros. Su silueta grande y perfecta quebró el aire viciado y saturado por los cuerpos vaporosos que se congregaban ahí, huyendo de la lluvia. Antes que ella, había un viejo esperando mesa. La pelirroja no lo notó y se adelantó ocupando la única disponible. El mesero la recibió con una sonrisa tan grande que parecía haberse sacado la lotería. Su primera conquista. ¿O acaso la primera fui yo? La noté desde el momento que puso la primera de sus zapatillas de princesa gitana en el piso enlodado del restaurante. Me perdí en su cabello rojo. Caoba de ensueño, “Pelo de yegua pura sangre”, pensé. Se sentó en un rincón, junto al frigorífico. Apenas y cabía ahí. Recordé el pasaje de Alicia en el país de las maravillas, cuando crece tanto que sus brazos y sus piernas salen por puertas y ventanas. “¡Alicia! ¡Qué hermosa es!”, pensé. El viejo refunfuñó mientras esperaba que otros desocuparan otra mesa. No fue capaz de decir una sola palabra, cedió su turno a Alicia. La odiaba pero no dejaba de mirarla en silencio, con deseo.

Los meseros comenzaron a desfilar a su alrededor, entre risas cómplices y miradas lujuriosas que Alicia ni siquiera notaba. Un proveedor que esperaba el pago en la caja la miraba con los ojos desorbitados. Quería estar dentro de ella. ¡Seguro! Se acercaba como si pudiera penetrarla con la mirada. Ella conversaba con él sin ningún problema, haciendo crecer el deseo del hombre, infinitamente feo y excitado. Por un momento pensé que ella lo notaría y le daría un golpe seco. O quizá se lo comería, abriendo su boca carnosa, anaranjada en color y perfume. Pero no, simplemente se cerró un poco el cierre de la chaqueta y giró hacia el mesero para ordenar. Su voz gitana me atrapó y me llevó volando a los jardines de la Alhambra. Logré sentir los vientos fresquitos de la mañana y el olor a flores. ¿Será andaluza?

Ella se arreglaba el cabello mientras se acomodaba en la silla. Por un instante nuestras miradas se encontraron y me di cuenta que un segundo antes estaba mirándole las tetas. Me avergoncé, pero no pude dejar de mirar. A ella pareció gustarle la idea y se quitó la chaqueta de cuero negra. “¡Pero qué calor!” Eso fue un flechazo de cupido, un arponazo directo al corazón paralizado. Una puñalada a traición. Estaba ahí la mujer de mis sueños. La pelirroja de Grenouille, con esa piel lechosa, con el olor de las flores y la grasa y con esa esencia única en el cabello rojo. En un segundo mi nariz estaba en su nuca, hundida en ese otoño absolutamente acariciable. Mis manos recorrían su espalda, comenzando por los hombros desnudos, solo cubiertos por las pecas que hacían de estrellas en un cielo totalmente blanco, apocalíptico. Trataba de atrapar su aroma con mi boca ansiosa, la nariz no me alcanzaba. Mi lengua descubrió que su piel sabía a miel de maple. ¡Claro! Eso era, un maple, una reina de maple. Me perdí en su cuello, lo llené de besos húmedos y mordidas desesperadas hasta erosionarlo. Mis manos ahora estaban en esas tetas que me habían llamado bajo la blusa de algodón casi transparente. Eran perfectas, un sueño. No pude esperar más y comencé a besarlas, también sabían a maple. Ella me miraba con sus ojos almendrados, y de pronto se convirtió en una vikinga. Tomó mi cabeza entre sus manos y me besó con una suavidad irreal. Parecía conocer mis labios desde hace siglos. Su boca también sabía a maple y a azahares. Movía su cuerpo como agitada por el viento, tirando flores y perfumando el aire a cientos de kilómetros. Me había tomado en sus brazos-ramas y me mecía a su ritmo. Al ritmo de los maples otoñales.

De pronto escuché una voz “¿Arroz o spaguetti?” Me encontré con la cara del mesero sonriente. No se imaginaba la tragedia que había provocado. Él solo hacía su labor. Irrumpió en mi sueño otoñal rompiéndolo en millones de fragmentos irrecuperables. La gitana seguía ahí, junto al frigorífico, con su chaqueta de cuero, sus vaqueros y sus zapatillas de princesa, devorando unos tacos y escurriendo salsa por las comisuras de los labios mientras hablaba de cerquita con el hombre feo de la barra. Se había convertido en un dragón. Ya no era más mi Alicia, ni tampoco la vikinga que me mecía en sus brazos de árbol rojo. Había dejado de ser la reina maple y no volvería a serlo.

 

Imagen: Gladys Fretes

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