Una de las frases comunes que escuchamos las mujeres nulíparas mayores de 30 por parte de nuestras madres es la que por título lleva este texto. Estas ocho palabras contienen una ideología que asume que las mujeres estamos incompletas sin hijas/os y/o nietas/os: epítome del cuidado y amor que nos ata fuera de nosotras mismas, además, por voluntad propia, porque para eso somos formadas desde la cuna.
En “Los cautiverios de las mujeres” Marcela Lagarde enuncia a la maternidad como uno de ellos, quizás el más sublimado y beatificado por múltiples elementos de construcción de género. Esto ha significado en una gran mayoría de contextos la condena y señalización de aquellas que por cualquier motivo no hemos tenido hijas/os, especialmente después de una “cierta edad”.
Al cautiverio de la maternidad se le suma la cárcel cuando cometemos el delito de, además de ser pobres y no poder comprar el sistema de justicia (al menos en México), abortar, en ocasiones después de haber buscado infructuosamente asesoría sobre anticonceptivos con un/a médico/a y/o enfermero/a, y haber obtenido respuestas que van desde “no hay” hasta “estás muy chiquita para pensar en esas cosas, mejor vete a tu casa”. Otra modalidad se presenta cuando tenemos relaciones sexuales bajo coerción o por darle gusto a un macho violento que, desde luego, no permite que su pareja busque la asesoría adecuada por motivos que llegan a rayar en el absurdo de “porque el médico va a verle sus partes y eso es infidelidad”.
A esto se le agregan todos los problemas de salud física y mental que pueden ser consecuencia de un aborto, y que pueden llegar a requerir un tratamiento que en su punto más alto lleva a otro de los cautiverios de las mujeres según Lagarde: el hospital psiquiátrico.
Paradójicamente, nuestros derechos reproductivos enuncian que somos libres de decidir responsablemente la posibilidad de ser madres, el número de hijas/os que deseamos tener, y su espaciamiento, así como de disponer de la información, la educación y los medios para lograrlo. También contemplan la libertad de decidir qué tipo de familia deseamos formar, el derecho a tener acceso a métodos anticonceptivos seguros y eficaces, y a no sufrir discriminaciones por embarazo o maternidad, entre otras cosas.
Pero entre la teoría, las leyes, la cultura y las micro-realidades que vivimos cada día, existen incongruencias abismales y hasta psicóticas. Mientras algunas profesionales de la salud abogamos en nuestros trabajos por la defensa de estos derechos, al llegar a casa nos encontramos con la realidad de que no importa cuándo logremos personal o profesionalmente: sin hijas/os y, dicho sea de paso, sin pareja, todo eso tiene un valor menor.
He conocido mujeres de diferentes edades, mayores que yo, que me han relatado las circunstancias en las que se convirtieron en madres o se casaron, prácticamente obligadas por las circunstancias: por pobreza, por “pendejas”, por vergüenza de ser solteras, por el qué dirán, por presión familiar o de la pareja, porque ya se “tenían que casar” por estar embarazadas, etc. Todas coinciden en que aman profundamente a sus hijas/os, y en que no se arrepienten de haberlas/os tenido, pero algunas de ellas confiesan que, si pudieran regresar el tiempo y tuvieran la fuerza y autonomía que con mucho trabajo personal otorga la adultez, no tendrían hijas/os y, en algunos casos, no se casarían, al menos en las circunstancias en que lo hicieron.
Todo esto se reduce a un hecho indiscutible: las mujeres somos crónicamente arrancadas de nuestra propia voluntad. Si en algún momento conseguimos retornar a ella, a la edad que sea, y nos damos cuenta de que lo que queremos en relación con la maternidad, la pareja y la vida en general coincide con la propuesta de la relación heterosexual monógama prolongada de por vida, con hijas/os, entonces bienvenida sea, pues tampoco se trata de satanizar las costumbres promedio. A todas las demás nos toca recuperar el poder que el patriarcado nos ha arrancado para construirnos a su conveniencia. A nosotras para ser libres, a los hombres heterosexuales para aceptarnos libres, y a nuestras familias para dejar de atosigarnos a través de frases como la que ilustra el título de este ensayo, y de otras formas de acoso que atentan contra nuestro derecho a la no maternidad.