No habrá infiernos. Por Anel Flores

Tenía 19 años. Cursaba el cuarto semestre de mi licenciatura. Dos años de haber llegado de mi pueblo. Soliviantada por las novedades en mi vida, por  las nuevas amistades, lugares, rostros, novios…

Después de más de un año intenso en una relación clandestina, un 14 de febrero decidí vestirme con las mejores prendas —todavía recuerdo la blusa, su estampado de superhéroes y el pantalón negro, entallado, con ínfulas de moda alternativa— Simulé mis intenciones y dije a mi hermano —con quien vivía— que saldría con unas amigas. Pronto, lo más que pude, tomé los dos autobuses que me llevarían a mi destino. Toqué la puerta y me abrió con una sonrisa.

No fue un 14 de febrero deseado, no fue romántico, no fue siquiera placentero. Nos hicimos en la cama y nos deshicimos después. Era un amor afiebrado que debía terminar justo un 14 de febrero, el día en que se brinda tributo al romance, al romance pretencioso que disimula un belicoso rostro.

Salí de su casa con la idea de que todo se había roto, incluso el condón que habíamos usado minutos antes. Caminé y tomé el autobús hacia el centro donde vería a mis amigas, pero antes pasé a la farmacia por unas pastillas anticonceptivas. Sabía que había cometido un error, pero perpetuarlo sería una idea estúpida en ese momento de mi vida. Tal vez si en ese entonces hubieran existido las pastillas de una sola toma, las cosas hubieran caminado en direcciones diferentes. Tomé las pastillas necesarias. O al menos eso pensé.

Pasaron los días. La ruptura de la relación no ocupaba tanto mi tiempo como la fastidiosa idea  de que algo le pasaba a mi cuerpo. Debía llegar mi regla y no llegó.

Lo sabía, lo supe desde el mismo día en que sucedió. No había forma de que me sintiera tranquila, no dormí un par de noches esperando (sin respuesta) amanecer con el pantalón manchado.

No esperé mucho, al tercer día mientras caminaba rumbo a la escuela me desafié:

— ¿Quiero ser madre?

No fue difícil, la respuesta llegó tajante, no había nada qué pensar, nunca lo dudé: No, ¡no quiero!

Llamé a dos amigas, una me acompañó y la otra nos esperó en su casa, que quedaba a pocos pasos de la clínica. La idea de esperar un par de horas para saber el resultado de algo que puede cambiar el resto de tu vida es uno de los trámites más tortuosos que no advertimos a lo largo de la vida.

-Positivo, dijo mi amiga.

Me senté en su cama y lloré. ¿Cómo podría pasarme eso a mí?, mi vida iba tan bien.

Tomé mi teléfono y le llamé; nunca he estado más de acuerdo con una persona como lo estuve con él. No se necesita más justificación que la firme convicción de no querer ser madre para tomar una decisión así, ni la moral que blasfeman las religiones ni el Estado que manipula las conciencias de las mujeres.

Un par de días después yo me atreví a buscar a un médico, nos arriesgamos los dos, pero también los dos nos beneficiaríamos, y así fue, así es. Tengo grandes amigas, también de eso te das cuenta, no fue fácil para ellas, pero estuvieron ahí.

Los días pasaron, no hubo infiernos ni penitencias. Mi vida ha marchado con ambiciones profesionales y artísticas: la maestría y escenarios pequeños de danza en los que bailé cuanto quise. En el transcurso de los años conocí al chico con el que comparto las más felices experiencias desde hace algunos años, sin más atadura que el cariño inmenso que nos tenemos y la idea de mantener un hogar en el que continúen habitando dos personas satisfechas. Quizá algún día decida ser madre, o quizá no.

Foto Anel Flores Cruz

Anel Flores. Comunicóloga y educadora. Integrante de la red Mujeres Tejiendo de Saberes (Mutesa) y del círculo de lectura Por nosotras mismas. Es editora del Fondo Editorial del Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca y articulista en varios medios locales de la ciudad de Oaxaca, México.

https://apuntesfeministas.wordpress.com/

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