Es cierto que somos seres complejos, con emociones y sentimientos, pero hay ocasiones en que lo único que se desea es un saludable revolcón con un atractivo miembro del otro sexo sin que haya consecuencias emocionales o de otro tipo, sólo placer.
No digo que no haya mujeres que no se acuesten con desconocidos o con conocidos que no les interesan más allá de pasar un rato súper sexoso, pero muchas sienten la feroz persecución de la culpa, que las hace sentirse de menor valor respecto de las que no lo hacen. Como se dice por allí, no son ellas, sino la cultura patriarcal en la que están insertas: el patriarcado, que por su misma naturaleza necesita tener sometida a la población no masculina, y para ello ha inventado reglas, honores y limitaciones. Los hombres del patriarcado han maniobrado para que lo que es natural, como el sexo, se convierta en un acto entre dos, con mayores obligaciones para la parte femenina y todas las ventajas para la masculina.
Pienso que el sistema conocido como patriarcado se fundamenta en oprimir a todos los que no sean hombres (blancos de preferencia), despiadados, ambiciosos y, si se puede, ricos. Es fácil comprender que este sistema se nutra de la esclavitud: de los animales, de los negros, de los indios, de los pobres, de las mujeres, pues tasa a las personas, les asigna un valor según convenga a los intereses del grupo dominante.
A nuestro sexo, sólo por contar con vagina y pechos, se le confinó a la categoría de disponible en dos modalidades: madre o esclava sexual. En el patriarcado la propiedad tiene categoría de dios, para heredarla el varón debía estar seguro de que la legaría a sus descendientes, como él no se veía capaz de mantener quieto su aparato genital, le resultó natural que fuera la mujer la encargada de preservar la honra y la certeza del linaje. Para que esta guardiana fuera en efecto la apropiada, se le enseñó a reprimir su sensualidad, su goce sexual, a pensar y asumir como propio que si veía a otro hombre con deseo, pecaba, cometía un acto sucio. Las grandes religiones han colaborado grandemente de manera que tal ideología incidiera en la mujer, la que quedó claramente en posición de inferioridad. La propiedad privada privatizó la vagina y la descendencia que por ese conducto se procreara.
Las leyes civiles dictaminaron que la mujer era propiedad del hombre, y las grandes religiones convirtieron esa posesión en decreto divino, que su misión en esta vida era tener todos los hijos que Dios le mandara, y que sólo las mujeres indecentes sentían placer.
Para controlar con eficacia a la mujer, se legislaron todos sus actos, a quién pertenecía y hasta la moral que debía vestir, y para rematar la hicieron depositaria de perpetuar la mentalidad que garantizaba su esclavitud. Así nació la mujer intachable, inflexible en su protección del honor familiar, dúctil para ser guiada por el varón.
El sexo se convirtió en una actividad sucia por la que había que pagar o por la que habían que pagar; para este fin sirvieron las cautivas, las pobres que no podían aportar dote, las que no tenían quién las defendiera, las que salían al camino, las otras, y en ocasiones las que habitaban la casa desempeñando papeles domésticos o, incluso, las hijas o las sobrinas. En las guerras de conquista, tomar las mujeres de los vencidos era el signo más evidente de imposición y triunfo. La madre de los hijos fue colocada en un pedestal. ¿Qué se logró con esto?, que la mujer careciera de conciencia de sí misma, de que se pertenecía y de su importancia en el mundo.
Hoy en día se sabe que somos diferentes y parecidos, que tenemos habilidades que ellos no tienen, y viceversa. Es fácil ver mujeres desempeñando casi cualquier tipo de profesión, incluida la sanguinaria tauromaquia y actividades concernientes al crimen organizado, y que muchas veces se desempeña con notable talento o profunda maldad o mediocridad, según sea su carácter, que es distinto en cada caso, como lo es el del hombre, pero ni siquiera tales demostraciones del poderío femenino logran liberarla del temor de ejercer su sexualidad, es decir de ser libre.
Como dijo alguien por allí: la verdad te hará libre, y la verdad es que las mujeres somos seres sexuados con una inmensa capacidad de disfrutar. Se pensaría que todas queremos gozar ese paraíso, disfrutar ese don de Natura, pero la mujer aún tiene que luchar contra sus propios prejuicios, contra los de los demás, contra “su destino manifiesto”.
Es común que las mujeres quieran darle al varón la impresión de que no han tenido una vida sexual activa porque, y si una comete el dislate de contarles algo, los celos se instalan en la relación como una mina antipersona, y la verborreica desciende en la escala jerárquica por no ser impoluta… La necesidad de ser aceptada socialmente hace que la mujer esconda su vida sexual, la niegue, a nadie le gusta que la llamen puta, o a casi nadie.
Pero más importante sería que en la mujer quedara clara la idea de que en ella la sexualidad es un don que puede usar como mejor le venga en gana. Que tomar esa decisión, y ejercerla, le da poder.
Como en los inicios de la vida, cuando la dama de la especie tenía sexo con cualquiera, no había remordimientos, sino seguridad en que era algo natural; la mujer se dedicaba a la recolección y a criar hijos de quien fuera, pues no había forma de evitar la preñez excepto en los casos de esterilidad. Ninguna mujer que anduviera desnuda por la vida podría pensar que aparearse estuviera mal o el que ella gozara fuera en contra de la vida, sabía que podía elegir con quién quedarse, y hacerlo. O no hacerlo. La libertad es así.
De los últimos intentos del patriarcado por seguir dominando a la mujer está el acorralarla para que tenga hijos, la “máxima realización de una mujer”…
Durante milenios la mujer se vio constreñida a tener los hijos de que quedara embarazada o a morir en el empeño. Durante milenios la mujer que no tuviera descendencia fue vista como maldita por los dioses y ni que decir tiene que era excluida, algo muy feo, con un poder inmenso para doblegar voluntades dado que a casi nadie le gusta estar solo o aparte de algunos seres humanos. Y, con todo, algunas prefirieron el ostracismo, ser consideradas putas o cualquier cosa tachable antes que renunciar a ellas mismas. En todos los tiempos ha habido mujeres que lucharon por sus placeres, por sus vocaciones, por sí mismas. Así que ahora debe resultar un poco menos arduo reincorporar a nuestras vidas la capacidad de decidir sobre nuestra sexualidad y el número de hijos que deseamos o no deseamos tener.
Será porque somos muchos sobre el planeta, será porque los niños son tan lindos cuando se los lleva su mamá, será el sereno y dos faroles, cada día son más las mujeres y sus parejas que deciden no tener hijos. No les gustan, punto. Son mujeres que no se creen ese cuento de que tener un hijo es la máxima realización de una mujer. Conozco muchas parejas que prefieren adoptar a un perrito que tener un hijo. Y no es que esté mal tenerlos, después de todo así se perpetúa la especie… sólo que ya no todos quieren dejar que su semilla se florezca ad infinitum. Y está bien. Puede ser que se trate de la respuesta de la Tierra para deshacerse de una especie tan perniciosa como la nuestra. Lo que cuenta es que hoy en día tú, yo, muchas podemos y queremos decidir qué huella dejar en el mundo. Yo tengo un par de libros que a la mejor nadie, nunca, lee, pero que yo escribí con mucho entusiasmo y ganas de contar una historia y que hacerlo me ha proporcionado un placer incomparable. Tengo varias perritas que rescaté de la calle, a las que he cuidado con amor y cariño. Que nadie piense que tengo perritas porque no puedo tener hijos, claro que puedo, de hecho, tuve una, consecuencia directa de un inepto dispositivo intrauterino para evitar la concepción. La gestación y nacimiento de Cynthia fueron de los acontecimientos más memorables de mi vida, al igual que lo fue su muerte. Mi hija fue un hito en mi vida, después de ella mi ser ni siquiera me planteé la posibilidad de tener más. No quería y no quise más hijos, nunca fue mi meta, simplemente tener un hijo no está en mi esquema mental. Lo comprobé la segunda vez que me embaracé y de inmediato pensé en abortar, lo cual hice sin que hubiera poder humano que me convenciera de dar marcha atrás. No me arrepiento de haber tomado esa decisión.
Me parece que la maternidad ha dejado de ser la meta de muchas mujeres, quienes prefieren realizarse profesionalmente o no, tener muchos hombres o no, dedicar su vida a una causa noble o no, ganar mucho dinero o no. Hacer los que se les da la gana, en suma. Y eso está bien, muy bien. Pero también la mujer debe reapropiarse de su clítoris, ser responsable de su placer, entender que ni su vagina ni su matriz son bienes comunitarios, y que ella puede conducirlos a la cima o a la sima o a puntos intermedios.
Creo que las mujeres aún tenemos mucho que experimentar acerca del disfrute verdadero de la sexualidad, de la capacidad de elegir. La vida es variada, intensa, aburrida, triste, apasionada, de mil facetas. La libertad de decidir, la conciencia de ser nuestras únicas “propietarias”, puede hacer de nuestra existencia una aventura en la Tierra.
Silvia Azcanio-Cruz. Escribo cuentos para niños y una que otra novela para adultos. Estudié y me titulé en Letras italianas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Nací en la ciudad de México.