Vivimos rodeadas de ficciones cuya finalidad es sostener un modelo económico-político-social anclado en la diferencia. Este texto busca comprender dónde se origina una de dichas ficciones: la noción del éxito. Para ello, parte de tres afirmaciones: el éxito es una construcción social, es un concepto clasista y es un discurso binario que regula al cuerpo y las prácticas, y, como tal, categoriza/discrimina. Aquí se revisa la posibilidad de escapar a dicho sistema encontrando/construyendo espacios de asignificancia: ejercer la libertad empieza con no ceder al discurso dominante del éxito- fracaso.
Quizá resulte inusual iniciar un texto con la conclusión, pero me interesa exponer el por qué de ciertos planteamientos que presento como afirmaciones. La primera afirmación es bastante general: el éxito es una construcción social, y como tal, es una más de las ficciones con las que vivimos, dado que no existe sino con relación a algo. No hay nada esencial en tal concepto, nada fijo en sí mismo, ya que –acaso como el resto de los términos diferenciadores- existe sólo en determinados marcos de sentido. Como noción anclada en la diferenciación, categoriza, y por lo tanto discrimina. Ésa es su naturaleza semántico-social.
Más allá de resolver la significación de tal término llevándolo al plano individual, donde diríamos que cada quién establece sus propios parámetros para determinar sus éxitos o fracasos, por lo que el éxito ocurre según una valorización personal, queremos comprender de qué se habla cuando de manera general los calificativos “exitoso” y “exitosa” están presentes. Para empezar habría que situar de dónde emerge el discurso. Esto es: el éxito es una noción enunciada mucho más por la clase media –le preocupa a la clase media– de manera que [y aquí viene la segunda afirmación] se trata de un concepto clasista.
Al referirnos al sistema de clases hablamos de un modelo económico cuya lógica se ancla en la producción-reproducción-consumo, donde los sujetos que tienen validez (los visibles, los poseedores de derechos) son aquellos que aportan a dicha lógica. Los capitales – especialmente el capital económico: los bienes materiales– dentro de este sistema son la evidencia diferenciadora que ha de aproximar o alejar de la noción de éxito ante la mirada externa. Es decir: tanto más poseas, más validez tienes. Dicha lógica tiene su origen en la promesa de la Modernidad: el progreso. La Modernidad (pese a que no existe un acuerdo temporal respecto a su instauración) ha sido el paradigma social constructor de todas las ficciones que nos han hecho creer en la existencia de cosas esenciales. De inicio, esa mirada hacia “el progreso” –como el camino que todxs hemos de perseguir– pretende nulificar lo tradicional. En otras palabras: para modernizarnos hay que progresar, y para progresar hay que aniquilar lo tradicional, esto último representado históricamente por lo indígena (es decir: hay que desindianizar, lo que habla de un proceso ideológico). De ahí que no sea casualidad que los gobiernos presten tan poca atención, ya no digamos a la conservación y divulgación de las tradiciones, sino al respeto a las prácticas de las comunidades originales, también históricamente violentadas, saqueadas, explotadas, exterminadas en todo el país. Entonces, tenemos que el modelo establece que cuanto más nos alejemos de lo indígena y más nos aproximemos al sujeto “moderno” (demostrable esto mediante posesiones materiales, pues nunca ha existido un discurso sobre la espiritualidad ni la felicidad emitido desde una posición de poder), estaremos progresando, estaremos siendo exitosxs.
Decir que el éxito es una ficción no busca negar su existencia sino, por el contrario, reconocer cómo opera construyendo subjetividades colectivas, las cuales, cabe decir, asumen esencialismos mayormente binarios (el binarismo es eso: se nos presentan sólo dos opciones que, además, son opuestas). No se trata de analizar la validez de los parámetros del éxito, sino ubicar quién pronuncia el discurso y con ello entender sus sentidos.
Así, llegamos a la tercera afirmación: el discurso del éxito es un discurso binario (como el bien y el mal) porque, aunque existan matices entre los extremos éxito/fracaso (por ejemplo: se puede ser mediocre), la única opción deseable es ser exitosa/o. Como concepto binario, en el terreno del género el éxito también se ancla en una normatividad, dado que el éxito no ocurre en el vacío, sino en un cuerpo, un cuerpo que, para ser legítimo, debe ser evidentemente masculino o evidentemente femenino, con la prescripción corporal –no sólo genital sino social– que ello demanda: hay que ser hombre o hay que ser mujer. Y eso ¿qué significa? Pues que hay que ser heterosexual para empezar (entendiendo que lo homosexual-bisexual-transexual-transgénero-intersexual-pansexual… “atenta” contra el binarismo sexual, ergo contra el modelo), demostrando el género en las prácticas, las actitudes, las estéticas, los consumos, el lenguaje, las relaciones sociales. De tal suerte que, para ser una mujer exitosa desde la mirada moderna (clasista, étnico-racial, colonial, mercantil) que da origen a tal noción, primero hay que ser “mujer”. Y ser mujer, en esos mismos marcos, implica una idea específica de feminidad en la que no sólo se debe ser dócil, decorosa y al mismo tiempo erótica para el sujeto masculino, sino que además se debe concretar la función social asignada para asegurar la reproducción del sistema: ser esposa –monógama, por supuesto– y ser madre.
Históricamente, y esto lo podemos ver en casi todas las culturas, el sujeto masculino ha sido el canon del éxito en tanto que es visible, tiene voz, ejerce derechos, sanciona a los otros sujetos (tanto al sujeto femenino como a todo aquel que escape a las normas), es proveedor, es privilegiado, acumula riquezas, es autónomo y ostenta su poder. Es así que se ha tomado como estándar frente a lo que se ha de comparar el éxito femenino (ya establecimos que el éxito es un concepto relacional). Esto es: la mujer será exitosa mientras obedezca –de principio– al ser “mujer”, pero a la vez se aproxime a los logros que dicta lo masculino, a su esquema de empoderamiento. Tenemos, pues, que la ficción es justamente asumir que el éxito (éste que hemos descrito) es la finalidad de la vida en sociedad, ya que nos habla una vez más del individualismo, de otorgarle sentido a las acciones personales sin interés (ni sensibilidad ni posibilidad de entendimiento alguna) en la estructura completa, en sus asimetrías. Mirar sólo a la vida propia y por ende invisibilizar todo lo demás nos habla, en todo caso, del éxito de un sistema político-económico-social fundado en la diferencia, la cual, al penetrar en todos los ámbitos del ser humano, garantiza la permanencia de los privilegios y, de igual modo, de las discriminaciones y las violencias. Y el modelo, hay que decirlo, tiene eficaces dispositivos para producir individualismo: podemos observar, por ejemplo, los sistemas educativos que otorgan valores numéricos a los estudiantes (el aprendizaje por competencias lo expresa con claridad); el discurso empresarial –que también es del Estado– cuya lógica se centra en la competitividad. En fin. Frente a tales jerarquías no es difícil situar a lxs exitosxs.
La dificultad reside en escapar a tales categorizaciones, dado que no necesariamente surgen de la mirada propia. De hecho, la validez se encuentra en el exterior de los sujetos, en una clasificación social que tiene muy claros sus parámetros de medición del éxito, porque ¿cómo ser exitosxs sin espectadorxs que lo confirmen? Inventariar los logros públicamente (soy, he hecho, tengo, consumo, hago) es un acto de presunción que persigue la aprobación. Y esto lo podemos ver tanto en el diálogo cotidiano como en las ciberredes sociales y su control de likes: esa necesidad de exhibirse, ese suponer que lo ordinario es extraordinario, ese creernos especiales. Es decir: para ser distintos hay que ser iguales, y echar mano de los mismos mecanismos y las mismas estrategias para narrarnos.
Aun así, es posible practicar la libertad (las libertades) sin preocupación a ser valoradx por un mundo que clasifica. Sayak Valencia, doctora en Filosofía, Teoría y Crítica Feminista, propone el concepto asignificancia para hablar de los espacios “en blanco”, carentes de significado social, en donde existe la posibilidad de discutir contra lo normativo, donde se producen las disidencias. Esto nos lleva a reflexionar sobre la existencia de alternativas para producir significados al margen de las valorizaciones dominantes, alternativas para generar contradiscursos: desde ejercer la sexualidad (pese a que el cuerpo ya posee significado social) hasta las performatividades artísticas, desde los activismos hasta las reconfiguraciones estéticas-cosméticas, desde los usos del habla hasta las improvisaciones musicales, desde la amistad hasta el amor. La disidencia empezaría por cuestionar lo normativo y plantear otras prácticas, otros discursos. Cada quien tendría, en todo caso, que encontrar/construir esos “espacios no enunciados capaces de producir singularidad”, como los define Valencia, frente a un esquema que clasifica (“esquema” en el total sentido de la expresión, como el de Bourdieu con La Distinción). Singularidad, vale aclarar, no es individualismo, pues la singularidad puede discutir contra el modelo, mientras que el individualismo confirma su triunfo. Esto permitiría (permite) replantear la connotación de éxito, dado que cancela los valores binarios dominantes, de manera que se produce realidad desde otras posiciones, perdiendo fuerza el sentido moderno (colonial-racial-mercantil-clasista-heteronormativo) de tal concepto. Tal vez habría que inventar otras palabras, proponer categorías no diferenciadoras, pensarnos colectivamente. O quizá empezar a hablar de felicidad en vez de éxito, mas no como la acumulación de bienes demostrables o logros obtenidos por bloques etarios (visión capitalista aquí señalada), sino la felicidad en su dimensión espiritual. Ése sería un acto de desobediencia discursiva, de sentido y material.
Melina Amao Ceniceros. Maestra en Estudios Culturales por el Colegio de la Frontera Norte (El Colef). Se ha desempeñado en periodismo desde 2004 y actualmente es profesora de asignatura en la Universidad Autónoma de Baja California (UABC), Unidad Valle de las Palmas, Tijuana. Arde por desactivar los dispositivos sociales-culturales-políticos-económicos- discursivos que producen las discriminaciones y violencias.
Twitter: @melinamao