Yo víctima
Hace quince años viví violencia obstétrica durante el nacimiento de mi hija. En cuanto ingresé al hospital me ordenaron quitarme la ropa y ponerme una bata color verde. Inmediatamente después me rasuraron la panza sin preguntarme si estaba de acuerdo y sin informarme para qué lo hacían, y me dejaron sola en un consultorio esperando a que alguien tuviera tiempo de revisarme para saber qué tan avanzado estaba el trabajo de parto. Cuando por fin lo hicieron, únicamente me dijeron que en algún momento nacería mi bebé, luego me llevaron a una sala donde había otras mujeres, acostadas, con suero y quejándose a gritos por el dolor. Fui una más de ese grupo de olvidadas mientras no abrí la boca, pero cuando empecé a quejarme al sentir las contracciones más intensas recibí los regaños del personal de salud que pasaba por ahí: “Señora, ¿por qué grita? ¿No ve que me estalla la cabeza por su culpa? ¡Cállese!”. El dolor se calmaba, pero cuando emergía de nuevo impactaba no sólo al cuerpo sino también al corazón porque una y otra vez los dedos de diferentes hombres, desconocidos y hábilmente bruscos, exploraron mi vagina para aprender a hacer tactos; recuerdo haber sido objeto de estudio de al menos diez hombres ante los cuales me encontraba abierta de piernas, inerme, devaluada, cosificada, violentada más allá de la vagina. Pero el ejercicio de la violencia no era privilegio de los hombres, las enfermeras también sabían herir; con el mayor de los ascos me reclamaron por haberme evacuado tras una contracción: “¡Mire nada más, está llena de popó! ¡Ahora tendremos que limpiarla y cambiar las sábanas! ¡A ver, muévase!”.
Habían pasado casi seis horas desde que ingresé al hospital. Mi cuerpo empezaba a tomar el control y yo fluía con él aun estando acostada. Movía la pelvis en círculos sobre la camilla, sentía cómo dentro de mí las aguas y el ritmo anunciaban que el trabajo de parto estaba en su apogeo. De pronto un médico se acercó a mí y mirando el reloj me dijo con prepotencia: “Se acabó el tiempo, madre, la vamos a abrir para que pueda salir su bebé. Voltéese, le vamos a poner anestesia”. Y así mi diminuta libertad fue coartada, mi voz silenciada y mi dignidad pisoteada. Luego me dijeron que tenía que pasarme, como pudiera, a otra camilla para llevarme al quirófano y ya estando ahí, con las piernas vendadas y las manos atadas, sentí que abrieron mi vientre y cómo unas manos removían el interior como quien menea un caldero con fuerza. Mi sensación todo el tiempo fue la de ser una gran cavidad en cuyo fondo se hallaba un bulto que había que extraer a como diera lugar. Después de eso pregunté la razón de la cesárea y alguien me contestó: “Es que tu bebé se acomodó tan pero tan bien que se atoró”. Cuando desperté estaba sobre una camilla en un pasillo y escuchaba a un bebé llorar cerca de mí. El llanto era tan intenso e incontrolable que me preguntaba por qué nadie atendía a ese recién nacido. Al poco tiempo supe que se trataba de mi hija y entonces caí en cuenta de que llevaba muchos minutos llorando sin ser atendida. A ambas nos trasladaron a piso y en el trayecto, para mi sorpresa y fortuna, nos topamos con mi madre, quien se había colado para obtener información luego de más de ocho horas sin dato alguno de mi estado de salud. Al mirarla rompí en llanto, quería contarle lo horrible que había sido todo allá adentro y el tiempo nada más me alcanzó para decirle, con el corazón destrozado: “Yo no quería que me abrieran”.
Desde ese momento no hice más que llorar. Me dolía el cuerpo, me dolía la maternidad, me dolía la dignidad. Sentía que no existía parte de mí que no hubiera sido lastimada, y mi dolor aumentaba al percatarme del maltrato que mi hija había recibido dentro y fuera de mí. Todas las escenas de violencia volvían una y otra vez. Creía que el horror había finalizado, que sólo era cuestión de paciencia y de aguantar unas horas más para salir de ese horrible lugar y dejar atrás la tortura. Pero no. Faltaba la violencia postparto. En la noche, cuando nos dejaron a mi hija y a mí juntas para iniciarnos en la lactancia, no hubo una sola enfermera para guiarnos, en cambio sí aparecieron varias para regañarnos a las dos: a ella porque no dejaba de llorar y a mí porque no era capaz de callarla. A la mañana siguiente, en el cambio de turno, una enfermera me despertó para que me bañara: “Aquí todas se atienden solas. Levántase como pueda y métase a bañar”. La herida de la cesárea sangraba. La vagina también. Mi cuerpo ya no estaba anestesiado. Con mucho esfuerzo me incorporé y como desquiciada grité por el dolor. Una vez más no hubo una sola mano que me ayudara a levantarme, pero sí varias voces que se burlaron de mis peripecias y censuraron mis alaridos. Con todo y suero me dirigí al baño. Pedí ayuda para quitarme la bata y acomodar la aguja que se me había enterrado en el intento por atenderme sola. Recibí silencio. Horas después llegó la trabajadora social para obligarme a elegir el DIU como método anticonceptivo. Me negué. Muy enojada me dijo que debido a mi inconsciencia estaría ahí el siguiente año para pasar por lo mismo. Insistió con el DIU y cuando le dije que mi método sería el preservativo, gritó: “¿Qué vamos a hacer con mujeres como usted?”. El ambiente de un hospital público es lo menos acogedor que existe para una mujer puérpera. El hartazgo contamina el aire, el trato humano es una falacia y en cada paciente se perciben las ansias de huir. Cuando tramitaba el alta me di cuenta de que tenía los pies hinchados y decidí no decir nada. Lo único que me importaba era abandonar ese lugar y olvidar las horas que permanecí ahí. Con mi hija en brazos y mi maleta al hombro, escondí mis pies de elefante en un guango pants y salí apresurada, sin importarme que eso pudiera ser síntoma de una complicación postparto. No estaba dispuesta a prolongar la asfixia. De la hinchazón podría ocuparme en mi casa, con la gente que me que amaba. En el Hospital de Gineco Obstetricia 4 “Luis Castelazo Ayala” del Instituto Mexicano del Seguro Social ya había padecido bastante.
Yo activista
Durante más de un década odié a los médicos. A todos. También odié mi cuerpo. Sentí una gran aversión por mi cicatriz, permanente signo de tortura. Y cuando trabajé en una organización que se dedica a la promoción y defensa de los derechos reproductivos de las mujeres la furia se transformó en impulso. Al saber que todo lo que viví en el nacimiento de mi hija y durante mi estancia en el hospital se llamaba violencia obstétrica puse mi empeño en lograr que el mundo supiera que eso les pasaba todo el tiempo, en cualquier lugar, a miles de mujeres; que teníamos que pararlo, crear conciencia y construir contextos de exigencia para el respeto de los derechos humanos involucrados en la atención del parto. Así que me propuse visibilizar la violencia obstétrica y las afectaciones que provoca en las diferentes esferas de la vida de las mujeres. Paralelamente a mi enardecido activismo, me atrajo la labor de las doulas –acompañantes durante el embarazo, parto y postparto cuya dedicación transforma la realidad de las mujeres y de sus recién nacidas/os—tanto, que decidí ser una de ellas y contribuir también por esa vía a la erradicación de la violencia obstétrica. Estuve cerca de mujeres que vivieron experiencias similares a la mía, reconocí nuestras heridas e identifiqué la necesidad de contar nuestra historia para que el dolor no nos ahogue. Constaté los efectos reparadores de hacer públicos los daños; el reacomodo interno que detona el atrevernos a nombrar los acontecimientos; la certeza de acceso a la justicia que resulta de hacernos escuchar; el empoderamiento que nos abriga al salir del anonimato. Supe que valía la pena invitar a las mujeres a alzar la voz, y en ese compartir y mirarnos de cerca entendí que además de la denuncia todas necesitamos un espacio para sanar.
Yo mujer
Desde hace tres años transito una ruta terapéutica que me ha confrontado con mis heridas. He tenido acceso a diferentes espacios en los que he mirado a profundidad los daños que generó en mí la violencia obstétrica. He sido consciente de cómo mi sexualidad se vio trastocada a raíz de la vulneración de mi vagina con los múltiples tactos que me hicieron durante el trabajo de parto. He visto mi autoestima hecha añicos durante mucho tiempo al saberme tasajeada por una cesárea practicada con poco profesionalismo. He atestiguado cómo mi furia, mi dolor y mi frustración han alterado los vínculos en mi entorno familiar: me he peleado con mi madre porque ella no comprende la profundidad de mis heridas; sin querer he depositado en mi hija una carga muy pesada por la tragedia que significó para mí su nacimiento; y he dedicado toneladas de energía a hacer de esta experiencia traumática un eterno presente. Reconocer mis heridas y mirarlas de frente me ha ayudado a resignificar y encauzar mi vivencia. Poco a poco he logrado soltar las memorias dolorosas que habitan mi psique y mi cuerpo, y me he otorgado un gran proceso de sanación.
A raíz de este proceso y sabiendo que muchas mujeres han vivido violencia obstétrica creé un taller que ofrece herramientas para reivindicar la salud integral como un derecho de todas. Al brindar este espacio que contribuye a la recuperación de la salud física, mental y emocional he acompañado a las mujeres en la construcción de su propia ruta de sanación. Juntas hemos mirado las huellas del maltrato verbal y corporal: hemos palpado las disfunciones en periné, vagina y útero producto de tactos, episiotomías, procedimientos invasivos y falta de pericia en la atención del parto; hemos llorado las cesáreas impuestas, las cesáreas forzadas por la impaciencia de quienes no están pariendo y las cesáreas elegidas con base en el miedo heredado; nos hemos rebelado a las expectativas ajenas y aceptado nuestra propia historia; hemos liberado nuestros tejidos de los condicionamientos médicos; hemos escuchado y recuperado la sabiduría del cuerpo; hemos validado nuestras experiencias y las de otras mujeres; hemos abierto el espacio para que la alegría de sabernos madres prevalezca ante el recuerdo doloroso; hemos soltado la rabia y dado lugar al autocuidado; hemos sembrado autodeterminación para la defensa del cuerpo, las decisiones y las elecciones sin culpa; hemos recuperado la confianza corporal, el gozo, la excitación, la sensualidad; hemos vuelto a ser dueñas de nosotras mismas. Nos reconocemos mujeres activistas, luchadoras, defensoras y depositarias del derecho a la salud integral. Así lo vivimos, así lo clamamos.
Dunia Verona es Comunicóloga de la UAM-X, egresada de la Maestría en Periodismo Político de la Escuela de Periodismo Carlos Septién, Doula, Terapeuta en Respiración Ovárica Alquimia Femenina. Trabajó en la promoción y defensa de los derechos reproductivos de las mujeres y en ese camino descubrió el mundo del acompañamiento. Ha tenido la oportunidad de acercarse a las mujeres para facilitarles espacios donde encuentren salud y gozo. Arde por que cada mujer elija libremente y desde su verdad el sendero que la lleve a sí misma.
Me paso algo parecido,casi idéntico a lo del testimonio,vivo en Colombia,esto me paso en el hospital metropolitano de Barranquilla hace 16 años y fue la peor experiencia de mi vida,me senti violentada pero no era capaz de hablar esto con nadie pues me convencieron que me porte mal en mi parto,por que gritaba de dolor y por esto decidieron enviarme a un cuarto donde me desnudaron por completo y no se cuantos hombres con bata de médicos me tocaban mis senos y mi vagina,eran practicantes y estaban aprendiendo con mi cuerpo,dos enfermeras se burlaban de mi vulva y que no tenia ni senos,me hicieron sentir que no valía nada en ese momento,comprendí que habían abusado cuando tuve mi otra bebe,fue totalmente distinto fue en una clinica privada de la policia, el trato de un hospital a una clinica es muy diferente.
Me alegro tanto encontrar esta pagina y sentirme identificada en lo que sufrí y sentir que alguien me apoya en decir que ese trato no se debe permitir aunque de nada sirve ya ojala esto saliera en las noticias,se propagara mas sobre estos abusos en los hospitales de todas partes,pues yo crei que solo era aca en Barranquilla.gracias.
Los partos y la maternidad son naturales… La Violencia NO!