El viaje empieza con María Bonita de fondo, Agustín Lara sentado frente al piano, y una se pregunta: ¿cómo podría haber sido de otro modo? Celaya está sentada en el auto familiar, en silencio y hasta atrás, como las niñas pequeñas. Las llantas transportan su memoria hacia el puerto de Acapulco; la han traído desde el norte, más allá de la frontera. Lala, como le decían los más pequeños por no poder pronunciar su nombre, parece no estar presente aunque sea su historia la que está en juego. Su papel es el del fotógrafo en la playa que les hará un retrato que durará para siempre y en el que ella no alcanzará a salir. Porque la olvidaron o fueron descuidados.
Nació del otro lado, aunque su familia sea de éste. Carga en las maletas el lastre, que también es bendición, de no ser de aquí ni de allá. Lala es chicana, como su autora, y está a punto de enfrentarse con el pasado. Con uno que se siente como propio y a veces tan ajeno. Caramelo es el viaje al epicentro, la vuelta al lugar en el que Celaya tiene su origen a pesar de no haber nacido en él. Se trata de una novela con tintes autobiográficos, escrita por Sandra Cisneros y publicada en 2002.
Celaya, narradora, camina con la duda como principal motor. “Escribir es hacer preguntas”, introduce su autora. “No importa si las respuestas son verdad o puro cuento”. Los cuentos de su vida van desde la infancia, más atrás, y llegan hasta el punto en que supera el primer atolladero amoroso. Caramelo es una novela sobre la formación de una mujer, de una chica que ha explorado todas las aristas que puede tener una misma identidad. Para ello debe recurrir a la historia de sus padres y a la de todas las mujeres de su familia
“Una vida contiene una multitud de historias y una sola hebra no explica con exactitud el quién de quién es uno”, y es por eso que Caramelo es más un reboso de seda que una novela. Sus palabras van tejidas y a veces los hilos nos llevan a relatos más pequeños. Paralelos o tangenciales, pero nunca superfluos. En el centro está la historia de Celaya, trenzada con el filamento de la vida de su abuela. Lala se sabe determinada por sucesos que tuvieron lugar antes de su nacimiento, “cuando era mugre”, y en consecuencia decide contarse a través de otras mujeres: la madre de su padre, María Sabina, Tongolele.
Novela a dos voces
Su núcleo, y también su capa más hermosa, está en la segunda parte del libro, en donde la novela va narrándose a dueto. Soledad, la abuela de Lala, se aparece entre líneas para verificar que su historia sea contada dignamente. Asistimos aquí al diálogo entre dos identidades femeninas: la de nuestras ancestras y la propia, que busca confrontarle pero también entenderle. Celaya toma la voz maestra y, en su obsesión por entenderse, le prohíbe a la otra que nos cuente su verdad. ¿Se da cuenta Lala de la forma atroz en que impide que su abuela exponga las razones de su afecto?
—¿No crees que necesitamos una escena de amor aquí de Narciso y yo juntos? —insiste Soledad y la batea Celaya.
—Nadie quiere leer sobre la felicidad.
—Todo lo que te pido es una pequeña escena de amor. Por lo menos algo que le recuerde a la gente que Narciso y yo nos amábamos. ¡Ay, por favor!
Y después Lala no la deja ni contar cómo era el clima.
—Cómo se ve que no sabes. Los vientos llegan a Oaxaca sólo durante el invierno.
A pesar de todo, Soledad se filtra a través de los poros de las páginas. Su presencia es el aroma de la flor del Caramelo. ¿De cuántas mujeres es la historia de Soledad? De muchas de nuestras madres y abuelas. De todas las que existieron no más cuando un hombre les permitió la vida. Primero sus padres que frente a sus ojos las hacían princesas y sin ellos las pensaban desvalidas. Después los esposos. Pasar de un dueño a otro. Siempre la esposa de alguien, la hija de alguien.
Así es como Soledad jamás llega a ser nadie, porque creen que necesita de la mirada de un hombre para aparecer iluminada frente a la sociedad. Cuando es niña o cuando es vieja es como si no existiera más que para funciones serviles. Soledad quiere contarse para dejar de ser invisible. Lo ha sido casi toda la vida. Pero, incluso en su momento, no la dejan manifestarse a su manera. Celaya le quita la palabra para narrar su propia historia. Le es negado el derecho de recordar el amor propio como le venga en gana. De idealizar al idiota del marido, aunque sea para irse en paz, sintiendo que algo hizo bien en este mundo.
En Caramelo transitamos por la vida de las mujeres del siglo XX. Conocemos la guerra y las carencias que tuvieron que pasar en la Revolución y para levantarse de ella. Las prohibiciones y los rebosos amarrados a los hombros y a la cintura, cargados de plomo. Te decían “cuídate”, pero no te decían cómo. Te pedían un control completo y obsesivo sobre tu cuerpo, una mesura brutal sobre el deseo, pero no te permitían ni conocer la materia que habías de manejar.
Puro cuento
La vida de Lala está hecha de mentiras, algunas perdonadas por ser “sanas”. Si miramos bien, así están hechas todas nuestras vidas. “Cuéntame algo, aunque sea una mentira”, repite Cisneros al inicio. Nos recuerda que las historias personales están constituidas por las narraciones del día a día, que el chisme es un arte que hay que cultivar y que es de importancia vital verbalizar las acciones. Las relaciones en la novela no están sólo formadas por hechos y verdades, también las integran las intenciones y los deseos de los personajes.
Leer Caramelo es como estar en casa. No importa si naciste en una de todas las casas posibles de ese país de 1 964 375 km2, o más al norte, o tal vez incluso más al sur. Caramelo es también el gusto perdido que una va encontrando conforme avanza en la novela; Sandra Cisneros dejó sembradas frases que la lectora querrá probar una y otra vez.
Caramelo es el color de los materiales de los que, a veces a nuestro pesar, estamos formadas: telas, fotonovelas, almohadas con frases de amor pasadas de moda. Caramelo es el color del reboso de la abuela Soledad, la cajeta y la piel de la hija de la lavandera. “Hasta que conozco a Candelaria creo que lo hermoso es la tía Güera, o las muñecas con cabello color lavanda que me dan en Navidad, o las mujeres de los concursos de belleza que vemos en televisión. No esta niña con tantos dientes como mazorca de maíz blanco y pelo negro, negro, negro como las plumas de gallo que relucen verdes en el sol”. Y una, como Lala, tiene la oportunidad de encontrar en la novela una belleza, propia y ajena, de la que se creía hasta ahora desconocedora.