Aún en los contextos más complejos y dolorosos, ahí donde la violencia salpica a la vida, los seres humanos abren resquicios para imaginar, reír y crear otros horizontes, susurros. Entre las múltiples historias que se pueden rastrear de mujeres que trastocan y fisuran el orden de género que establece qué es “lo correcto” para nuestras vidas, yo quiero hablar aquí de un grupo de mujeres sobrevivientes de la violencia conyugal.
Hay 10 mujeres con sonrisa amplia viviendo en Michoacán, México, que un tiempo de sus vidas se encontraban en relaciones de pareja violentas y que ahora ya no están ahí, entre otros motivos, porque decidieron separarse de sus compañeros. Durante unos días me reuní con cada una de ellas para tratar de entender sus historias. En aquella época me encontraba realizando un posgrado y mis inquietudes giraban en torno a cómo las mujeres buscan movilizarse y transformar entornos adversos. Lo hacía, entre otros motivos, porque estaba un tanto cansada de esa imagen recurrente que se presenta de las mujeres sólo como víctimas, y de los varones únicamente como victimarios.[1]
Aunque existen muchas maneras de observar lo que me interesaba, me centré en estudiar cómo las mujeres actuaban frente a las violencias (física, emocional, sexual y económica) severas que habían vivido con sus parejas hombres. A lo largo de algunas tardes, Bertha, Ana, Paola, Marcela, Carmen, Graciela, Miriam, Alejandra, Esther y Laura generosamente me compartieron su andar de claroscuros. Entre lo mucho que podría decir sobre esas tardes y sobre las horas que siguieron a la relectura de sus relatos, quiero resaltar que sus palabras y vivencias transpiraban fuerza.
La mayoría de ellas habían vivido desde sus familias de origen situaciones de vulnerabilidad que se extendían a lo largo de sus trayectorias vitales. Para muchas de ellas el unirse en pareja con un hombre había sido una vía para tratar de salir de los ambientes de violencia o de desventaja en los que se encontraban. Pero la puerta tomada no fue lo que esperaban.
Durante su vida en pareja comenzaron a apilarse una serie de obstáculos tanto económicos como sociales y emocionales que iban haciendo que su entorno se precarizara en un sentido amplio. ¡Y claro!, si tu vida va deshilándose y no hay de dónde asirse, te adhieres a lo poco que queda. Así, ellas tenían dependencias múltiples que hacían más complejo emprender una ruptura del compañero violento. Porque no es fácil moverse de un entorno violento cuando no hay un trabajo remunerado y se tienen hijos (o se tiene dinero pero no se tiene control de él) y, además, si hay aislamiento que limita las redes de apoyo o si hay una serie de ideales que subyacen en la figura de la pareja o el matrimonio cuyo abandono implica una sanción social. Y si lo anterior no bastara, qué decir de la autoconfianza mermada que se tiene como resultado del continuo de vejaciones psicológicas recibidas.
Pero en un escenario laberíntico como el que narraban, en donde parecía que la puerta se escondía y se daba vueltas una y otra vez sin encontrar el rumbo, ellas no dejaron de buscar opciones de salida, a pesar de que a veces pensaban que no la encontrarían. Sus historias, algunas de más de 15 años con parejas violentas, muestran una serie de evaluaciones que continuamente hacían de su situación. Se preguntaban ¿qué hago? ¿por qué estoy aquí? ¿cómo le hago? Interrogantes que a veces tenían respuestas y otras no. Algunas de las soluciones que encontraban eran acciones cotidianas, desobediencias “sutiles” frente a los abusos experimentados. Y estas resistencias eran muchas, pero aparecen como “encubiertas” y se rastrean entre los recovecos de sus palabras.
Esos rinconcitos, tan llenos de esfuerzos para tratar de disminuir la violencia que vive una mujer, suelen ser poco reconocidos, tanto por las personas cercanas a ellas como dentro de los modelos que atienden estos temas como, por ejemplo, el “ciclo de la violencia”. Así, el “ahorro a escondidas”, “capitalizar el cuerpo”, “las separaciones temporales”, “los silencios”, “las denuncias”, “las escapadas”, son muestras de una lucha, de una desobediencia “leve”, pero constante.[2]
Y esta indignación se fue acumulando y fue creciendo en el pecho, en las manos, en el vientre. Un día lo “sutil” se dejó a un lado, se pasó al grito, se transitó por la rabia. Estas mujeres lograron separarse de sus agresores, dar el salto. Y eso se transformó en un decir “no más” que aún hace eco en su memoria. Llegar a este punto fue un proceso largo y complejo. Para algunas de ellas la ruptura se detonó por algún evento de violencia severo que, en algunos casos, hacía evidente que el aliento de la muerte estaba cerquita, sabiendo que si no se iban, tal vez, no vivirían para contarlo.
Pero un episodio de violencia severo por sí solo no basta, siempre hay muchos de ellos en esos relatos. Entonces, al parecer, algunos de éstos cobran otro significado también en función de que se cuente con un grupo de recursos materiales, sociales y simbólicos que permitan sostener la separación, como tener un lugar a dónde ir y poder mantenerse. En muchos de los casos también estaba el deseo de que sus hijas/os no vivieran eso. Finalmente, cada una tuvo distintas formas de irse.
Así, por ejemplo, una tarde lluviosa Marcela hizo su maleta y salió con sus dos hijos. Lo había planeado desde días previos, atravesó la ranchería en la que vivía y se dirigió al centro de salud donde una enfermera le dio dinero para irse a Morelia, donde logró que la canalizaran a un refugio.
En el caso de Carmen, apoyada por un colega del trabajo que atestiguó el episodio de violencia que detonó la ruptura, tramitó un cambio de adscripción laboral y se mudó de ciudad.
Bertha, por su parte, le exigió a su pareja que se fuera de la casa, que ella estaba pagando, y se concentró en su trabajo y en el apoyo que le daba su hija para superar la situación.
Alejandra rompió el silencio y le contó a su hermana lo que había vivido. Juntas fueron con la familia cercana, que colaboró para contratar un abogado. Desde ese día no regresó más a su casa.
Estas historias deberían ser conocidas. Y aquí no puedo dejar de mencionar que hay muchas historias parecidas de las cuales no vamos a poder saber ni escuchar, porque sus parejas se adelantaron a la ruptura. Porque ser contestataria en ambientes violentos difícilmente será posible si la ruta se emprende en solitario, ya que no sólo son ellos (las parejas) los partícipes de los abusos, sino que éstos son posibles gracias a todas las complicidades que se tejen en torno a dichas situaciones. Por tanto, de nuestras acciones en colectivo también depende la construcción de futuros vivibles.
Estoy convencida de que hay muchas mujeres de sonrisa amplia, y a veces disimulada, como la de estas mujeres guerreras que están caminando a tu lado. Las vidas de Bertha, Ana, Paola, Marcela, Carmen, Graciela, Miriam, Alejandra, Esther y Laura nos recuerdan que ante las injusticias siempre hay susurros de insubordinación que pueden convertirse en gritos, en cantos de vidas más gozosas. Pero estos cantos se gestan no sólo por los deseos que tenemos y por las buenas intenciones, sino también requieren de recursos y lazos para emprenderlos.
Toca, pues, hacer mapas de los senderos construidos por muchos pasos de mujeres luchadoras que han hecho posible que otras emprendamos nuestros viajes y sueños con la maleta menos pesada y sumarnos a estas luchas. Que estos cantos que nos comparten lleguen hasta nuestros corazones y que sean cómplices de nuevas melodías.
[1] Quiero aclarar que no es que niegue que hay fuertes asimetrías de poder entre ambos, pero para poder desmantelarlas hay que complejizar y tratar de comprender, en la medida de lo posible, los entretelones que las generan y no simplificarlas en miradas de “buenas” y “malos”.
[2] Si bien pueden generarse muchas reflexiones, que no desarrollaré aquí, sobre qué tanto estas resistencias trastocan o no el orden de género, me parece importante su documentación y reconocimiento.
Imágenes: Cerrucha, Habitajes y 2R Red Reapropiaciones: https://redreapropiaciones.tumblr.com/
Eva María Villanueva Gutiérrez. Feminista, psicóloga social y Maestra en Estudios de Género. Amante del buen café, de las plantas y los gatos. Disfruta las caminatas en las que descubre nuevos rincones, el olor a tierra mojada y los días compartidos con personas de mirada cálida. Arde por un mundo justo, que sea habitado desde el gozo y la alegría, en el que las mujeres puedan vivir plenamente.