Mi discurso es una marcha de protesta contra la legión de demonios que me habita.
G.Q.
El intercambio entre nosotras fue muy breve. Tan breve como aquí lo cuento: nos gustamos y salimos. Hubo mariposas y ganas de repetir. Las ganas, sin embargo, se expresaron de modos muy distintos y no nos entendimos. Al final, la comunicación falló y el vínculo incipiente se estresó y desapareció.
Nada… una historia común de desencuentro. Pero la normalidad, vista con feminismo, puede sorprender más que una bacteria bajo el microscopio. Y desde tal ángulo, lo que sucedió fue que de mi medusa personal asomó una serpiente desconocida.
Ella la vio primero y huyó. Yo la alcancé a ver en el correo que me envió de despedida. No me gustó ese espejo, pero decidí no apartar la mirada. Contrariada, me dije “Sí, de algún modo esa soy yo… ¡pero no me parezco!”
Así, me quedé a solas con mi serpiente y varias dudas por resolver. Comprendí, entonces, que si mi propio reflejo me extrañaba, sería necesario para un reencuentro conmigo trascender mis percepciones cotidianas. Parte de la estrategia en esa aventura ha sido arrojar sobre mí misma una mirada sociológica. Comparto aquí algunas reflexiones surgidas de tal ejercicio.
El interés amoroso… o sexo-afectivo… o amoafectivo… o sexoroso… o como le quieran llamar [1]
Antes de la experiencia descrita, nada me parecía más obvio en materia de relaciones amorosas que la frase “el interés tiene pies”. Aún la encuentro cierta, mas no obvia, porque tiene truco: no dice cómo caminan esos pies.
Así, puedo imaginar a quien la acuñó hace décadas o centurias, actuando como Poncio Pilatos mientras pensaba, con muy buen sentido del humor: “¡Allá ustedes cómo los imaginen andar!”
Y sí que tiene gracia… Y no…
Espero que a la mayoría nos sea familiar esa deliciosa experiencia neurobiológica llamada “mariposas en el estómago”, que surge con el encuentro de una persona que nos resulta particularmente atractiva.
Pues bien, esas mariposas históricamente me han dirigido al siguiente tipo de intercambio: citas y mensajitos frecuentes, así como contacto físico y palabras cariñosas en abundancia. Así era como yo entendía el interés sexo-afectivo. El entorno social hacía eco de mis expectativas, que regularmente se veían satisfechas… y cuando no era así, yo ponía en duda el interés de la otra persona. Sin darme cuenta, había naturalizado y, con ello, universalizado una forma de sentir y de actuar que, a pesar de ser común, no es única ni inevitable.
Y es que por mucho que las emociones nos parezcan naturales, en gran medida no lo son: están profundamente mediadas por lo social. Responden a representaciones del afecto y del sentimiento que son cultural e históricamente construidas (Jimeno, 2004). Así es como en el contexto urbano de una clase media mexicana, como en el que me he desarrollado, el interés sexoroso ha tendido a representarse como una fuerza que nos compele a la proximidad constante con la persona deseada. Algo así como “contigo, yo quiero estar contigo… y conseguir que todo el tiempo sea estar junto a ti…”.
Bajo semejantes parámetros culturales hemos ido moldeando, más allá de lo consciente, nuestra emoción y expectativas amoafectivas e, incluso, nuestras formas de actuar en ese campo, asumiendo que tal es el orden natural de las cosas. Esto es lo que Bourdieu denomina habitus (Gutiérrez, 1997) que, en este caso, sería un habitus amoroso. Pero ¿qué pasa cuando alguien te dice “sí tengo interés, pero no lo expreso como tú esperas que lo haga”? ¡Toing! “¿Acaso hay otra forma de expresarlo?” te preguntas… y si la pregunta te compromete y estás preparada, inicias un proceso de exploración propia y del mundo social para averiguarlo. Por fortuna, yo estaba preparada.
Descubriendo el propio reflejo
Una característica esperanzadora del habitus es su capacidad de ser transformado. Para ello, es necesario que las condiciones del entorno social cambien y que surjan vivencias novedosas y significativas. Si esto ocurre, el habitus puede entrar en “corto circuito” porque las disposiciones del sujeto para sentir y actuar en cierto sentido ya no hacen “click” con su ambiente ni con sus nuevas relaciones. Entonces, se cae en cuenta de que esos comportamientos y sentires que se creían “naturales” son en gran medida sociales, y lo más importante: se toma conciencia de que se pueden cambiar (Gutiérrez, 1997).
Como dije, en lo que concierne a las mariposas de la panza, yo me formé en términos más bien tradicionales… un tanto Disney: cuando nacía en mí un interés amoafectivo, éste focalizaba energías y tiempos, posicionándose como prioritario sobre muchos otros aspectos de la vida personal.
Como feminista, sin embargo, desde hace tiempo me involucré en discusiones teóricas orientadas a deconstruir esa lógica. Poco a poco, además, me fui desenvolviendo en ámbitos en los que la praxis amorosa se alejaba de la tradicional, en los que el poliamor o las relaciones de no exclusividad sexual eran más comunes. En ciertos momentos, yo misma ensayé relaciones no monógamas. Así es como mi trayectoria de vida preparó el terreno para el cambio que finalmente sería detonado por el des-encuentro con una chica feminista que no compartía mi visión del amor.
Cuando leí su correo de despedida, una luz extraña se posó sobre mis actitudes y tuve la impresión de estar viendo a una monstrua en mi reflejo. Unas benévolas luces previas, me habían insinuado casi románticamente mis propias formas de opresión y de sometimiento a la hora de desear y de amar: algo digerible. Pero bajo esta luz, más intensa, no me había observado antes. Pasado el impacto, sin embargo, vi que no era una monstrua por entero: sólo tenía garras en vez de manos.
Sucede que la forma que tenía de entender, sentir y expresar el interés sexoroso, contemplaba un derivado: la necesidad de certeza que, a su vez, se traducía en exigencia… actitud mía que ella denunciaba en su escrito.
La tiranía de la certeza
Al experimentar la magia de un “click” amoroso, surgía en mí una expectativa casi demandante –ahora lo veo- de un contacto regular y de un cierto tono en el intercambio que más que una preferencia personal a la hora de construir el vínculo, reflejaba cierta ansiedad: un afán por controlar, por aprehender. Sí, mi interés estaba marcado por una actitud aprehensiva.
Este afán por “agarrar” a la persona, nacía del hecho de haberme representado el interés sexo-afectivo sólo de una forma posible (la forma culturalmente promovida y validada), por lo que no era capaz de leer las manifestaciones que escaparan a esa lógica. Me había, asimismo, relacionado con mujeres que entendían lo sexoroso en términos similares, al igual que la mayoría de las personas en mi entorno. En consecuencia, resultaba inevitable que ante las declaraciones de interés, surgiera la expectativa de los gestos que comprobaran materialmente su existencia: si en efecto hay mariposas en tu panza, tendrían que estar volando “así”. Cuando tales gestos no surgían o no bastaban, era casi natural señalar la incongruencia. Venía, entonces, la presión. Nacían las garras decididas a conducir el vuelo de las mariposas.
En ese intento, a quien las garras conducían en realidad era a la persona que, estando en la misma sintonía, se dejaba manipular y también me manipulaba… y sin darnos cuenta, nos encontrábamos ya en un juego de poder al que llamábamos relación amorosa [2]. Y a todo esto… ¿las mariposas? Pues ¡muertas! Ellas vuelan libres o no vuelan: se asfixian en la captura.
Ése es el manejo cultural de mariposas que yo incorporé: más bien, una ilusión de manejo. Tal es el habitus que estoy transformando y aunque considero que es ampliamente compartido, me queda claro que el hecho de ser una mujer lesbiana, de 37 años, feminista y de clase media, entre otros rasgos particulares, me distancia de la forma en que otras personas, de acuerdo a su propia posición social, puedan significar la experiencia amorosa. Sin dejar de ver que las trayectorias personales de vida, abonan a esa singularidad. Y para ilustrar mi singular trayectoria, ahora relato cómo operaron mis garras en el contexto particular del intercambio sexoamoroso con la mujer de la que hablo.
Cuando empecé a salir con ella, muchas de las estructuras de mi vida estaban en implosión: lo profesional, lo ideológico, lo económico… En fin, casi el edificio completo: lo existencial. En medio de este escenario, aparecieron muchas coloridas mariposas. Eran las de su panza y la mía, volando juntas. Pero después de algunos encuentros, el contacto y los mensajes de su parte escasearon y yo me empecé a inquietar.
Ella estaba ocupada con mil responsabilidades. Yo desempleada y en crisis. Ella algo me contaba de su estrés por chamba/yo sospeché desinterés. Fue así que, ¡Pum!, salieron mis garras y, con más ansiedad que nunca, quisieron atrapar a las mariposas. Más que en otros momentos, ahora las requería como gozosa distracción del escenario catastrófico de mi derrumbamiento personal.
Propuse vernos/ella no tenía fecha pronta. Insistí/no obtuve resultados. Mandé el mail preguntándole si le interesaba o no (algo así como “soy la inspectora de mariposas y quiero ver si todo está en orden”) y ella me respondió de un modo que me alcanzó para esta honda reflexión.
Baste decir que me mostró que mi forma de expresar el interés no era la única posible, que de sus tiempos se ocupaba ella y que notaba que no estaban alineadas las disposiciones [3] para una relación sexo-afectiva, pero me ofrecía su amistad. Importante lección de vida que hasta la fecha agradezco, al igual que su amistad.
Distrayéndome un poco
Reconocí, con esta afortunada experiencia, que imprimir feminismo a la dimensión sexo-afectiva, no implicaba sólo defenestrar a la monogamia como modelo ideal ni dejar de lado ese mecanismo de control llamado “celos” –al cual no he sido muy afecta-. Un proceso verdaderamente transformador en mí habría de pasar por abandonar ese impulso –que con palabras bonitas tanto promueve la sociedad- de “agarrar”, de “poseer”, de “tener” en cualquier sentido a la otra persona, para así liberarme de la ansiedad implícita en ello y garantizar mayor armonía a mis vínculos amoafectivos.
Ignoro aún en qué sentido se irá transformando mi habitus afectoroso, pero ahora entiendo que las mariposas, fuera de los constreñimientos de la cultura hegemónica, pueden volar de muy diversas formas. Me entusiasma dejar a las mías ensayar el vuelo en varias rutas y estilos, y sincronizar con las de otra panza cuando así les apetezca. Ante todo, como aconseja Clarice Lispector, hay que distraerse de ellas, no prestar tanta atención a su vuelo. No vaya a ganar la tentación de atraparlas… y dicha especie no sobrevive en cautiverio.
Imagen de portada: http://quotesgram.com
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Gutiérrez, Alicia (1997), Las prácticas sociales: una introducción a Pierre Bourdieu, Buenos Aires, Argentina, Universidad Nacional de Misiones.
Jimeno, Myriam (2004), Crimen pasional: contribución a una antropología de las emociones, Bogotá, Colombia, Universidad Nacional de Colombia.
Lispector, Clarice (2007), Para no olvidar. Crónicas y otros textos, Madrid, España, Ediciones Siruela.
[1] En el texto uso indistintamente “interés amoroso” o “interés sexo-afectivo” o una combinación de esos términos para ilustrar simbólicamente el borroso camino desde un esquema tradicional de lo sexo-afectivo (que se identifica más con el término “amoroso”) hacia una construcción divergente y más autónoma de dicho campo en mi vida personal.
[2] Sin dejar aquí de reconocer que dicho vínculo también contemplaba afecto y cuidado mutuo en más de un sentido
[3] Uso aquí el término disposiciones en el sentido que lo usé más arriba, refiriéndome al habitus y no a una voluntad consciente personal.