I’m growing strong
I’m learning how to get along
Acunada y aprisionada: mosca entre manos gordas, abrazos adulto-infanta con la fuerza que producen cálculos poco empáticos. Nunca me dijeron que podía, pero muchas veces se encargaron de hacerme ver que no, que estaba mal, que no era suficiente, flaca, pequeña e ignorante, que luego no sería necesario siquiera que tratara de hacer, que mejor no intentara defenderme, no iba a poder escapar de sus brazos, que igual podía gritar, pero nadie me escucharía, que no había nada que pudiera protegerme, ni de él, ni de la confusa vida que me había tocado vivir. Él, excelente verdugo, que al mismo tiempo se presentaba como mi guía, como mi único aliado. Yo tenía cuatro años. Era una niña y me quedé con esas sensaciones, de ella que no podía protegerse, mansita. Así fue como aprendí que mis esfuerzos serían siempre inútiles aunque tratara de hacer lo que fuera, de modo que no merecía la pena siquiera intentarlo.
Si en casa me formé débil, cuando fue tiempo de salir sola, la calle me recibió con la dureza del concreto. Por ejemplo, en el metro recibí muchos abusos. Entre los primeros el del policía del andén de Río de los Remedios, quien se acercó a mí porque “nunca había visto una mujer tan bonita como yo” y me sujetó las manos fuertemente pidiéndome que no abordara el tren, que me fuera con él; parecía regocijarse más ante mis ojos redondos por el desconcierto. Bendije el momento en que llegué a casa temblando bajo el horrible poliéster del pants de la secundaria: no entendí qué había pasado exactamente. De ahí pal’ real se fueron sumando los clasiquísimos arrimones, los toqueteos, las nalgadas de hombres fugaces, los berridos estilo “flaquita sabrosa” o “mamita, ¡qué rica estás!”.
Veinteañera, después de que la mano de un hombre escudado en la multitud del vagón me apretujó el trasero cuando el tren llegaba a Bellas Artes, decidí que quería intentar modificar esa parte de mi vida un poco, o por lo menos entenderla. Quise conocer los códigos culturales de la violencia sexual en el metro, con viajeras y viajeros de Ecatepec, mi comunidad. Construir ese texto resultó una tortura pues, en tanto más descubría, más me daba cuenta del hoyo en el que estaba, estoy, estamos las mujeres: es un sistema intrincado, cuidadosamente diseñado para que en cada ámbito, en cada rincón, pueda desproveernos de nuestro poder. Se llama patriarcado.
Con el análisis de las experiencias de las y los entrevistados pude reconocer mecanismos importantes que me hicieron saber que mis vivencias no habían sido casualidad. Pude ver, por ejemplo, que mediante la violencia que reciben cotidianamente, y las advertencias sobre el riesgo de sufrirla -muchas veces por parte de mujeres mayores-, las jóvenes aprehenden estrategias y formas de mirar el espacio que tienen que ver con sensaciones de miedo, impotencia, debilidad y alerta, puesto que en cualquier momento pueden ser víctimas si no se mantienen atentas.
Por un lado llamé miedo disciplinario a ese estado de tensión y alerta permanente que nos lleva a las mujeres a concentrarnos en la posibilidad de ser violentadas por los hombres y nos impide usar los espacios públicos con tranquilidad. Para Foucault el disciplinamiento corporal se refiere a “ciertos métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante y les imponen una relación de docilidad-utilidad” (Foucault, 1991, p. 141).
Por el otro lado, en psicología el “síndrome de indefensión aprendida” se refiere al mecanismo resultante de experiencias continuas de maltrato que llevan a construir una percepción de carencia de control e imposibilidad de incidir en el curso de dichas situaciones. Este aprendizaje lleva a que, en eventos futuros, la víctima se coloque en una posición de desventaja asumiendo la incapacidad de defenderse, puesto que ésta ha internalizado dicha atribución (Torres Hernández y Villareal Caballero, 2004).
Cuando cuestioné a las entrevistadas sobre sus acciones durante un posible evento de violencia ellas hablaban de la posibilidad de defenderse mediante la fuerza física como si se tratara de una mera fantasía, pues decían que su constitución corporal, condición de debilidad por naturaleza, siempre las pondría en desventaja frente a los agresores. Este discurso, resultante de la creencia en una incapacidad natural de las mujeres sustentada en la supuesta ausencia biológica de fuerza corporal, puede llamarse discurso de indefensión femenina naturalizada.
Yo no niego las diferencias biológicas, sin embargo creo en la existencia de estos mecanismos de control impuestos por el orden de género como obturadores de nuestras capacidades vitales. Es posible pensar que la motivación de quienes violentan se basa en la búsqueda de reconocimiento como sujeto dominador, poderoso, en tanto que demuestra su “capacidad” para hacer uso del cuerpo de una mujer colocada y autocolocada en una posición de desventaja naturalizada.
Ahora entiendo mi deambular entre las historias de hace veinte años y los relatos que quiero vivir hoy, pero que aparecen como calcas de las primeras: en la calle y la casa, la infancia y la adolescencia, los abusos machistas fueron opacando mis potencias, como las de otras mujeres. Cada día me pregunto cómo asirlas, y aunque siempre me doy respuestas distintas, una de ellas ya es inamovible: hay que entrenar con el Comando. Cuando entrenamos protegemos nuestras vidas y, poco a poco, vamos desmantelando este esquema opresivo, pues nos descolocamos del lugar del ser dócil y servil que quieren que sigamos siendo. Mi compromiso con la disolución de estas prisiones consiste en deshacerme de ese amansamiento tan introyectado. Es hora de echarlo de nosotras, es tiempo de combatirlo con la misma constancia con que nos lo inculcaron.
Cuando hice esa investigación, leer, recopilar y analizar significó palidecer y paralizarme porque mi historia había sido la de muchas, pero eso también me trajo alegría pues, aunque me habían hecho creer lo contrario, no estaba sola en esa prisión, el mío no era un llanto solitario. Necesitaba encontrarme entre los dolores y las rabias de las otras, necesitaba llorar porque se debe llorar lo necesario y porque hay llantos que potencian alegrías. Y así, con los llantos de unas y otras se van construyendo tejidos de hermanas gotas que al besarse se hacen una sola, se reencuentran vivas, orgullosas porque juntas somos caudal.
Las lágrimas vertidas tras nuestras heridas son lluvia del agua salina capaz de purificar los puños más entumecidos por el dolo patriarcal. A cada estrategia, cada golpe y cada patada me he ido enjuagando con fuerza. Hoy puedo asir mi rabia como la mejor arma y quienes quieran hacerme daño otra vez, no duden que primero intentaré defenderme con ella. El otro día las colibrís mayores nos advertían: “cuando golpeas debes tener la intención de dañar, es difícil pero hay que trabajarlo, si no, no funciona”, animaban a las recién llegadas: “intenta dar el golpe, intenta darlo, verás que sí puedes”. Yo lo he tomado así: “cuando vas andando la vida debes tener la intención de vivirla, verás que sí puedes”. Y sí, entrenando con Comando Colibrí, vemos lo poderosas que siempre hemos sido.
Referencias:
Foucault, M. (1991). Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. México DF: Siglo XXI.
Torres Hernández, J., y Villarreal Caballero, L. (octubre, 2004). El síndrome de indefensión emocional y la violencia sexual en la vida relacional de la mujer. GénEros, 11(34), 53-59.