La sagrada relación con la vida en” Solo un poco aquí” de María Ospina. Por Ana Laura Santamaría

“Kati inclina el cuello, alza las orejas y afina el oído como siempre hace para descifrar los enigmas”, con esta descripción inicia El coloquio de las perras, relato con el que abre María Ospina su libro de relatos Solo un poco aquí, Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2023, (premio destinado a reconocer la obra de escritoras de cualquier nacionalidad que publiquen en español).

La descripción del gesto inclinar el cuello, alzar las orejas y afinar el oído para descifrar los enigmas nos abre ya un universo intuitivo donde nada puede ser dicho con certeza, donde todo es aproximación porque el lenguaje sabe reconocer sus límites, y son los sonidos, los sabores, las caricias, los movimientos sutiles o violentos, los que expresarán las rabias, los miedos, las lealtades, los amores, las traiciones.

Si en la novela de Cervantes El coloquio de los perros, los sabuesos Cipión y Berganza, adquirían por las noches la facultad del habla para evidenciar la corrupción de los humanos del siglo XVI en un divertido y mordaz coloquio, acá, la autora colombiana nos invita a inclinar el cuello de la soberbia humana que nos dificulta reconocer que como especie no somos más que parte de un entramado de lo vivo, nos convoca a alzar las orejas y a afinar el oído para escuchar con el corazón el palpitar de la vida de los otros a los que casi no vemos, a los que damos por dados, a los que creemos a nuestro servicio o francamente ignoramos.

Kati, vive en la calle, igual que su amo, (aunque tal vez deberíamos dejar de utilizar esta palabra y decir su compañero de vida) un carretonero a quien la policía ha “levantado” dejando a Kati a la merced de sus fuerzas. Mona, por su parte, ha sido abandonada por su “dueña”, quien la dejó atada a un poste de la ciudad de Bogotá. Ambas enfrentarán su nueva condición de sobrevivencia en soledad, se toparán con la indiferencia, con el frío, con el hambre, con la bondad de algunas extrañas, con la curiosidad de algún niño, pero también con la indignación de los estudiantes que marchan por las calles en protesta por los abusos del capitalismo.

Crankeli

Sus estrategias de sobrevivencia son diferentes, Kati recorre los sitios conocidos en espera de que su compañero cumpla la promesa de su regreso, sabe defender de los ladrones lo poco que tiene, mientras que Mona, desconcertada, busca la caricia de otras manos que la alimenten. La autora es muy cuidadosa de no decirnos con certeza lo que las perras piensan o sienten, a penas nos aproxima con un tal vez, un quizás un pudiera ser, porque estamos ante el enigma de esa otredad.

La descripción de sus travesías no es heroica ni moralista, sino que está llena del mundo de los sentidos, son los olores -a mantequilla quemada de las arepas, a lluvia ligera, a panes y carnes que la gente engulle en las terrazas de los restaurantes-, o el aroma de jabones y perfumes que irradian algunos transeúntes, o los sonidos de los autobuses con su “ronquera de máquina menguada”, los que pueblan el paisaje, aunque la autora no ignora las resonancias de una guerra que no ha concluido del todo y que deja a su paso los abusos de los paramilitares, los sonidos de las metralletas y las fosas cargadas con cuerpo. Sin embargo, en este contexto de violencia e impunidad, la autora no construye una fábula aleccionadora sino una narrativa profundamente poética que restituye el sentido sagrado de nuestro vínculo con la vida.

Kati y Mona se encontrarán en la Unidad de Cuidado Animal, ahí las han vacunado, esterilizado, desparasitado y bautizado con nuevos nombres, mucho más pretensiosos y aristocráticos, se llaman Leidi y Reina y juntas han iniciado un nuevo coloquio, no conversarán por las noches con el lenguaje humano de los protagonistas de Cervantes, sino con el elocuente lenguaje de las caricias y del abrigo, de las mordidas de delicada pasión, de los retozos y refunfuños y del ensortijamiento de sus cuerpos tras la puerta metálica que las encierra.

De las calles de Bogotá, volamos a los cielos de América para preguntarnos ¿cuánta sabiduría de la vida cabe en un ave migratoria? ¿Cuánta información del cosmos, de los vientos, de las alturas, de las geografías resguarda su memoria? ¿Cuánta fuerza, cuanto tesón, cuánta voluntad palpita en sus alas? El segundo relato, que también poesía en prosa describe el viaje de una tangara escarlata desde los bosques de Connecticut hasta las montañas colombianas… “Ella no quiere rascacielos; lo que quiere es bosque”, así inicia el relato, con la tangara confundida estrellando su vuelo contra los rascacielos de Manhattan. 

Paul Reeves / iStock

Las luces y los vidrios ofuscan a las aves: “alas desorientadas, cuerpos que antes de esa trama eran intención y sed de destino, hoy han perdido la brújula ¿Dónde está el trayecto dictado por las estrellas que sus lomos conocen desde antes del primer viaje?” se pregunta la narradora, y va tejiendo la historia con tres líneas narrativas: 1) el vuelo mismo del ave, 2) las tragedias y avatares humanos sobre los que sobrevuela, particularmente, la migración y la guerra, y 3) la imposibilidad de la ciencia para dar cuenta del valor, la profundidad y el sentido de su viaje.

Tejiendo estas líneas, la autora construye un relato marcado por los contrastes: arriba-abajo, libertad-encierro, ecosistemas naturales-asepsia artificial, comprensión lógica-aceptación del misterio. Así, por ejemplo, mientras la tángara sobrevive a la mortandad de pájaros que sucumben en su choque contra los rascacielos de nueva York, sabemos de un portero que entierra los pequeños cuerpecitos en el parque de la esquina de su casa porque sabe que “pupilas, corazones, fibras y plumas un día se mezclan con el polvo cósmico para ser frondas y bayas y raíces”. El portero parece saber lo que el ornitólogo que investiga las migraciones de pájaros en peligro de extinción ignora, porque este último congelará el cuerpo de su ave marcada con un chip y conservará una cuantas plumas en su buró, pero devolverá a la tierra lo que es de la tierra.

Con amorosa minuciosidad, la narradora nos va dejando ver lo que normalmente no vemos. Qué insectos come la tángara, dónde descansa, en qué árboles se posa. Y por contraste, sabremos también de los seres humanos que registran su vuelo, como la hija de migrantes ecuatorianos que analiza el vuelo de los pájaros en los radares del aeropuerto mientras que sus padres viven confinados en su departamento por temor a ser deportados, o el ex militar republicano que intenta compartir su pasión por observar y registrar las aves migratorias con su empleada doméstica guatemalteca, que solo volará cuando la deporten a su país.

También veremos las absurdas rutinas de cientos de niños separados de sus familias expuestos a las cámaras de observación en un campo de detención. Así el relato nos conduce a reflexionar no solo sobre nuestra conexión con la vida en la tierra, sino sobre lo que decidimos ver y no ver. Las cámaras y los binoculares de los personajes no alcanzan a captar casi nunca a la tángara, apenas la registran algunos radares, pero para ellos es una mancha, un punto, no  un “ímpetu de vida inextricable”.

La tángara cruzará el mar y sus manchas de petróleo, verá bosques talados y confundirá con avisos de tormenta las ráfagas de metralletas, sobrevolará bajo el veneno que arrojan las avionetas que fumigan los sembradíos de coca provocando miles de campesinos desplazados. Solo el chaman Jaibaná del pueblo Emberá, originario de Colombia, que acompaña en avioneta a un grupo de científicas sabe de la conexión de lo vivo y se pregunta “si el motor con alas que alborota a los pájaros es capaz de desordenar sus vuelos y cantos hasta romper el vínculo que ellos sostienen entre los vivientes de todos los mundos. Si ese sobresalto les impedirá a las aves seguir anunciando con certeza las crecientes de los ríos, la llegada de las lluvias…”

El jaibaná ansía volver a abrazar el espavé, su abuelo árbol que dejó antes de que la guerra lo obligara a huir con su pueblo a Panamá y poco le importa saber el cálculo exacto de su edad que le prometen las científicas, lo que él quiere averiguar es si “aún llora savia aromática, sus hojas molidas todavía huelen a fruta dulce…”

Antes de llegar a su destino temporal, la tángara chocará con un edificio de cristales y aterrizará confundida en el balcón de un edifico de departamentos de Bogotá y será acariciada tal vez por única vez en su vida por las ambos humanas de un personaje que también migra constantemente y que recuerda mucho a biografía de la propia autora, ahí el texto se interrumpe para dar paso a una foto real de la tángara, la mirada adquiere aquí la dimensión del archivo y el testimonio, la tángara es real y a ella está dedicada el libro.

La narradora, que ahora se confunde con la autora, confiesa que “la deslumbran las aves viajeras porque en su ondulación que desmorona la línea entre el cielo y la tierra, vuelven morada breve cada nicho del mundo mientras que sus alas insisten en que nada se habita de forma definitiva: huéspedes del cielo donde no hay guarida, ignoran las fronteras infames que inventa la gente, y se burlan de la ira humana que maldice al forastero”.

Luego del relato a nivel de calles de las perras y a nivel de cielo de la tángara, la autora nos lleva a los recovecos del subsuelo para contarnos el viaje de un día en la vida de un escarabajo: su inicio como larva, su despedida de esta condición viscosa y blanduzca, la aparición de su caparazón de cucarrona, la catástrofe de quedar suspendida boca arriba obligada a encarar el cielo sin quererlo y el esfuerzo inmenso por recuperar rumbo y orientación.

Michal Robak

Su “parsimonia que la aleja de la ligereza del grillo o de la rapidez de la polilla”, la autora nos contará los peligros que la acechan, los olores que la circundan, las compañías deseadas e indeseadas que la rodean, su adicción kamikaze a la luz, todo esto hasta que quede atrapada en una bolsa de espinacas que la exiliará de su terruño y tras viajar tres horas, la depositará en un apartamento de Bogotá, donde se convertirá en uno más de los seres desterrados que pueblan estas narraciones: “quien sabe si la criatura, que está hecha para rastrear la tierra con antenas y resinas, morder tallos y cosquillar raíces, tiene alguna brújula que la oriente para bregar con abismos monumentales y sortear la soledad egoísta del cemento y el muro”, se pregunta la autora.

Una de las pocas certezas que se nos apuntan es que la cucarrona, “música alada, crepitar de bosque, testigo de la vida de los barros” le heredará alguna vitalidad al cantó del pájaro que se la comió.

El tema del destierro, aquí apenas apuntado, toma un giro contundente que enfatiza el sentido hospitalidad en el relato de una puerco espín que desde que fue sacada del cuerpo agonizante de su madre ha vivido cuidada por humanas y sobrevivido con leche materna. La mujer que la ha cuidado sabe, como el chamán jainabá, del vínculo profundo, amoroso y sagrado con lo vivo, sin embargo, se ve forzada por la ley a trasladar a la puercoespín a la ciudad y dejarla en un centro de atención para la recuperación de animales silvestres. Acostumbrada a los olores y texturas del bosque, la puerco espín tendrá que habitar enjaulada entre formol y metal, ante la indiferencia de la funcionaria y la tristeza sin límites de quien la ha cuidado hasta ahora.

Y haciendo un movimiento espiral perfecto, volvemos con Kati y Mona y un nuevo destierro; Kati, la antigua compañera del vagabundo, la trotacalles, será ahora adoptada para ser perra de compañía de una mujer que ha adquirido una casa en las montañas, esas mismas montañas que sobrevuela la tángara, las que tal vez vieron convertirse a la larva en cucarrona. La adaptación no será fácil, Kati extrañará ahora los olores y arrumacos de Mona, sin embargo su audacia, si irrefrenable osadía, la conducirá a la casa de la vecina que la adoptó, una mujer sabia de la que se rumora que “puede pronosticar el futuro con solo oír zumbidos, aullidos, cantos y balidos” y que tal vez, y esto, como muchas otras cosas, no nos lo dice la autora con certeza, pero tal vez sea la misma mujer que alimentó a la puerco espín.

Tomas Malik

Las narraciones que integran este libro fascinante enfatizan la incertidumbre, juegan con las aproximaciones, rehúyen el lenguaje científico de las certezas narradas siempre en presente. De vez en cuando nos dan adelantos de futuro, solo para dejarnos ver lo que los personajes todavía no saben ni adivinan. Así María Ospino construye un paisaje de aproximaciones que nos conecta con la vida y sus misterios, con el milagro de estar Solo un poco aquí, y nos denuncia, al mismo tiempo, la ceguera de nuestros odios y violencias.

Al permitirnos ver un microcosmos de patrones y relaciones entre los mundos humano, animal y vegetal, se nos revela la trama vital, misteriosa y sagrada en la que todos los seres vivos estamos implicados.

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