La tía Soledad. Por Sandra Monobe.

La tía Soledad

Tiene varios años de haber muerto y aún tengo la duda de si se habrá cumplido su última voluntad: que sus cenizas fueran llevadas al mar de Acapulco.

La tía tenía un carácter difícil, eso decían de ella: lo decían su cuñada, su hermano, sus sobrinos, sus sobrinas, una y otra vez. A mí nunca me lo pareció así, tal vez porque no conviví tanto con ella, tal vez por otras muchas razones.

Las pocas veces que la vi siempre decía algo bueno, era de esas personas que me subían el ánimo. Yo sentía una afinidad especial por ella, y estoy segura de que el sentimiento era mutuo.

Se decía que ella era muy especial porque no le gustaba que la invitaran a comer. Y cómo iba a gustarle que la invitaran, si en su casa ella hacía su propia mermelada, su propia mantequilla, si cuando quería un caldo de pollo, el pollo que comía ella misma lo había criado, matado y limpiado.

Sentía una gran admiración por ella porque era capaz de generar sus alimentos, porque conocía el sabor original de los mismos y porque no había renunciado a ese saber y, sobre todo, a ese hacer en lo cotidiano.

No tuvo hijos ni esposo, ni propiedad alguna, y cuando grande estuvo de una casa a otra, vivió con una amiga suya, y murió en casa de mi abuelo putativo después de transitar en casa de mi madre durante el día y de haberse mudado con otra sobrina suya.

Lo último que supe es que sus cenizas estaban arrumbadas, entre otros tantos objetos, mirando hacia la pared, como castigadas, tal vez por no haber tenido descendencia, por no haberse casado, por no tener una familia, parecía ese su castigo al estilo cristiano: no podía hacerse un viaje especial para llevar sus restos al mar a manera de paraíso inmediato después de morir, había que pagar una sanción, había que purgar la pena de ser una mujer sola, independiente, ecologista, amante del “hágalo usted misma” que es diferente al “hágalo usted mismo”.

Una vez, cuando yo estaba embarazada, le pregunté si ella sabía hacer ropa de bebé y me dijo que no, después supe que sí, que tuvo un embarazo que no llegó a término, que sí tuvo una pareja, que la dejó, que se fue con todo y el taxi que ella le compró para que él pudiera trabajar, pero de ello nadie hablaba, nadie habla de ello más que yo.

Y es que cuando se ve la muerte de frente, cuando se ve la soledad así de plano, así de llana, cuando se ve la lástima y las burlas, cuando se ve la vulnerabilidad ajena no queda más que rendirse y aprender que esa muerte, que esa soledad y esa vulnerabilidad podría ser la propia. Mi madre siempre me enseñó a ponerme en los zapatos de las otras personas, sin importar el lugar o el origen de las mismas, todas las personas somos personas. Le agradezco esa lección, de lo contrario tal vez me hubiese unido a los demás cuando se mofaban de ella cuando ya tenía síntomas claros de demencia.

Un día me dijo algo así:

Ya tengo 93 años, ya son muchos años, yo no sé qué habré hecho mal para que Dios no se acuerde de mí, de recogerme. Porque ya le he dicho que ya me lleve, ya no sé que estoy haciendo aquí, además cuando pienso en el 93 y veo varias cosas juntas iguales y me pongo a contarlas, me doy cuenta de que 93 ya son muchos… así de años tengo yo, 93.

Yo le decía que la veía muy bonita y muy fuerte, que a mí me gustaría estar así de fuerte a su edad y me contestaba:

No, yo ya no estoy fuerte, ya me siento cansada y me duelen las piernas, ya no tengo fuerza, niña.

Niña, desde que la conocí me dijo niña y jamás me molestó que me llamara así, tenía toda la autoridad para hacerlo y no sólo por su edad, en verdad la admiraba mucho. De niña, alguna vez deseé poder hacer lo que ella hacía, lo de la mantequilla y lo de la mermelada, lo del pollo más o menos, aunque cuando pasaba por una pollería sí prefería imaginarme criando y matando un pollo que viendo esa pila de apestosos cadáveres de color dudoso. Esa hediondez me hacía darle la razón y de hecho me parecía extraño que si su hermano había conocido el sabor de un pollo criado en casa y no por un año ni por dos, le pareciera tan raro y tan incómodo que ella, su hermana prefiriera comer sus alimentos y no los ajenos que son comprados.

Cuando la tía estaba agonizando fuimos mi madre y yo a verla; le pusimos aceite en la piel que tenía bien seca, la acomodamos, pusimos unos mantras y platicamos con ella, nos dijo, como pudo, “gracias”, eso bastó para que supiéramos que estaba consciente en el albor de su muerte, condición que nadie más quería ver. Como si por estar inconsciente una persona, fuera su soledad menos sola o su agonía menos agónica o su muerte menos muerte.

Días antes de nuestra visita aún se comunicaba y pidió una cerveza que no le dieron, porque era una lata cambiarle el pañal, había que controlarle los líquidos y tal y tal.

Y es que su sobrino, el último que cuidó de ella, igual que su esposa, ya estaba harto del paquete, ya había vivido en su casa y no había sido fácil.

Me contó que un rollo de papel de baño le duraba meses y una barra de jabón también, en pocas palabras la acusó conmigo de que era una cerda… yo no hice caso, francamente creo que seguro alguien como la tía Soledad tenía la pericia suficiente para asearse después de mear o defecar y de cómo bañarse o lavarse las manos, francamente no me importó, nunca percibí que oliera mal, al contrario.

Su ropa me parecía muy bonita, la combinaba de una manera especial, si tenía un vestido tejía su respectivo suéter y remendaba su ropa, porque nunca se le veía mal vestida.

Se hacía su chongo sencillo y bien hecho, usaba pasadores y unos lentes de cristal verde oscuro. Los lentes fueron motivo de distanciamiento, la tía abuela se quejaba de que ya no le funcionaban, mi madre intentó que se los arreglaran y pagó gran parte del servicio, además le compró unos nuevos, dejando que la tía Soledad pusiera una parte del costo para que no se sintiera en deuda, pero no le gustaron los lentes que ella eligió y la relación acabó, más que por enojo de mi madre por el de la tía Soledad, quien al creerse su propio cuento se enfadó y dejó de ir a casa durante el día (todo ello se debía a los primeros indicios de demencia senil).

Yo ya no vivía allí cuando ella pasaba ahí sus días, fueron tres o cuatro veces que fui de visita que la vi.

Un día había preparado zapote negro con naranja para el postre, otro día se desvivió en cumplidos cuando me vio la falda negra hasta los tobillos que llevaba puesta, en otra ocasión me regaló una bufanda de esas que una punta se le mete en la otra punta y queda una especie de corbata.

Y eso sin contar que también me regaló calzones tejidos, sí largos y tejidos. Nada prácticos para la ropa que se usa, aunque pensándolo bien en días de menstruar y para estar en casa, esas bragas bien pueden disminuir los cólicos si es que los hay.

Cuando supe que murió, apenas unos días después de haber ido a visitarla, buscamos flores blancas y hallamos unos crisantemos hermosos. Cuentan que duraron muchos días y que se abrieron majestuosos… Siempre la quise, y a mí me parece imperdonable (de momento no hallo otra palabra para esta emoción) que se le juzgara de esa manera, que se tuviera en silencio el esfuerzo de su vida, a su pareja, a su bebé que vivió corto tiempo en su vientre y que su propio hermano manifestara delante de mí que el que viviera en su casa era una obra de caridad, que le daría vergüenza dejarla morir en la calle, pero que no era su obligación ver por ella que no había hecho nada por tener a alguien… por tener una familia, a diferencia de él, que tenía 10 hijos vivos.

Ojalá sus cenizas ya estén en el mar de Acapulco. Ojalá ya haya purgado el castigo correspondiente a ser una mujer tachada de fracasada por no tener esposo y por no ser madre, por resistir desde la memoria y desde la acción y por ser longeva y haber tocado la demencia senil delante de ojos-lupa despiadados y burlones, por no decir envidiosos y vengativos.

Ojalá en otra época esta historia sea inverosímil y no sea mi sentimiento tan solo y raro en todo un sistema familiar patriarcal hipócrita y sucio en lo general, del que sigo aprendiendo dimensiones de la humanidad, ahora sólo desde los recuerdos y desde mi corazón.

 

*De la serie de Cuentos desde la Exclusión

Imagen: La Casona, Café con arte. http://lacasonacafeconarte.blogspot.mx/2010/11/conferencia-mujeres-iluminadas.html

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