*Los nombres reales de las protagonistas y sus lugares de residencia han sido omitidos por motivos de seguridad.
Comenzó con una vaga duda de a dónde ir. Con el tiempo decidí emprender el viaje hacia el sur de nuestra geografía. Me movía la inquietud de saber de ellas: cómo eran, cómo se expresaban, cómo se recordaban, si había algún impacto de su existencia en algún rincón de su país.
Imaginé sus figuras y el tono de sus palabras con base en textos y fotos de procedencia incierta. Representaban para mí un gran hito, figuras de poder, pero no del que quiere aplastar, sino del que nos inunda para hacernos sentir capaces, fuertes, libres, empoderadas. Quería conocerlas, tenerlas de frente y, si me era posible, conocer sus por qués.
El camino fue largo, debí esperar años para tocar sus tierras, pero en cuanto pasó me inundó su energía. La primera parada fue en un ambiente anegado de aquel cliché de revolución latinoamericana con el que crecí. El destino o la suerte me pusieron rápidamente en el camino de ellas. Algunas habían sido guerrilleras de ejércitos revolucionarios centroamericanos; por ellas había tomado camino hacía allá. Eran a las que fui a conocer.
Una vez ahí me topé con un mural en la Universidad que, según me refirieron, databa de los noventas. Su leyenda me interpeló. Mi respuesta mental fue “ellas siempre estuvieron ahí”. En cierto espacios se palpaba su memoria: tanto de las que sobrevivieron y escribieron como de las que no. Entonces conocí a Rola, artífice de la memoria e impulsora de un periódico feminista desde 1998; referente que con sus cerca de 70 años reflejaba una fortaleza y certeza que admiré. Participó en uno de los textos más bonitos que pude consultar, aunque no fue guerrillera. Hablando con ella entendí que la memoria para muchas de las que sobrevivieron no es cosa fácil, que están cansadas, heridas y quizá sin disposición de ser interlocutoras. Me inundó la necesidad de decirles que no quería convertirlas en un producto, trascender en la academia a costa suya; de hacerles saber que su memoria nos permitirá reforzar nuestros aprendizajes y seguir resistiendo.
Rola y yo concordamos sobre la importancia de recuperar los nombres de aquellas guerrilleras marginales. Fue una compañera invaluable, me ayudó a sobrevivir y a aterrizar la eufórica sensación de estar ahí.
En los siguientes días conocí por casualidad a Tamara, que fue guerrillera, lo que le dejó una herida física perpetua. En aquellos tiempos se dedicó al trabajo propagandístico en la ciudad. Ahora se preocupa por la situación actual y se esfuerza por influir en lo que le es posible para que las cosas cambien.
Otro momento fortuito me llevó a conocer a Sandra en una salida ciclista en grupo. La reconocí por fotos y me acerqué a saludarla. Fuimos juntas un tramo, le comenté de los murales en la universidad, de mi sensación en las calles. Mientras señalaba algunas pintas por donde pasábamos, me contó sobre el embate de 1990, donde arrasaron con toda la izquierda estudiantil, y de cómo poco a poco se ha recuperado ese espacio. Vivió 7 años en la montaña. Su cuerpo también tiene estragos de esos tiempos.
En el primer encuentro planeado de mi viaje conocí a Yasmín. Había reflexionado mucho sobre su historia; tenía perspectivas fuertes respecto a la realidad y el cambio social. Había trabajado un fragmento de su vida, convirtiéndolo en memoria histórica. Me contó lo doloroso que fue escribir la parte donde hablaba de su hijo y de su padre, misma que creía tener resuelta hasta que se enfrentó a la página en blanco. Odiaba los celulares, vivía fuera de la ciudad en una casa alejada del estruendo social, sin teléfono, computadora y con lo más básico. Así se sentía cómoda. De todas, era la más renuente al feminismo; en cierto punto nuestra conversación se tornó incómoda por eso.
Rola me contó que conocía a otras mujeres guerrilleras; se adelantó a preguntarles si querían hablar conmigo, sin éxito. No se sentían listas para contar su historia. Sabíamos que más lejos existían muchas otras mujeres indígenas, algunas organizadas contra la desterritorialización de las mineras y la represión, como en aquellos tiempos. Sin embargo acercarme a ellas era complejo: ganarme su confianza era un trabajo que requería tiempo, mismo con el que, desgraciadamente, no contaba.
En un cruce utilizado para acercarse a la frontera me encontré con cinco mujeres. Pronto comenzamos a platicar. “Vamos para arriba”, me dijeron. Todas sabíamos lo que eso significaba. La hermana de una de ellas ya estaba allá, con residencia. Ella lo estaba intentando por quinta ocasión. Me señalaba los buses donde iban lxs deportadxs: había visto cinco en las horas que llevaba ahí esperando. Con ella viajaba una mamá con sus tres hijas: dos entre los 8 y 9 años, y la más grande, de 14, que me hablaba de lo bonito de los paisajes. Me preguntó si tenía hijxs. Bromeamos. Subimos juntas al bus atiborrado. Pensamos que iríamos paradas durante las 4 horas que duraba el viaje, pero pronto se hizo un espacio y peleé para ocupar un asiento; quería que fueran sentadas. La gente ahí cree que no tiene derechos y no pelean un lugar. Nos solidarizamos entre nosotras y llamamos la atención por ello. Cuando bajamos había un tumulto, todo el mundo nos ofrecía llevarnos. Nos convertimos en presas de caza y eso no me gustó, así que me alejé para investigar por mi cuenta. Cuando volví ya no estaban. Todo ahí me hizo reafirmar que el sueño americano no es para nadie. Y que aquí se respira supervivencia.
Más hacia el sur hice contacto con dos mujeres que resultaron cruciales en este lapso y el siguiente. Me enseñaron a moverme en sus calles repletas de miedos, inundándome de la libertad que habían encontrado. Sin hijxs y sin complejos por ello, sin compañía amorosa, sin presiones de la adultez capitalista y con tremendo sentido solidario. Una de ellas, Lilia, logró que me dieran alojamiento en su casa. Me presentó su mundo. Su casa tenía historia, arquitectura viviente, como todo su barrio. Recordaba los bombardeos, las ambulancias, los rumores, los temores; conocí a sus amistades y comprendí el reflejo de esa generación que vivió la guerra pero no la luchó.
Lilia iba a todos lados en bici, respondía en la calle a comentarios sobre su cuerpo, se vestía sin miedo al que dirán, usaba la bici sin miedo a cómo luciría. La sentí dueña de su camino; me sentí orgullosa. Lilia me presentó a dos amigas suyas. Conocí sus historias y el apoyo incondicional que se daban. Su solidaridad desbordó mi emoción y me hizo recordar lo importante que es encontrar cómplices con quien compartir el camino. En una de las plazas encontré pintas feministas que me reconfortaron.
Lilia y sus amigas tenían un evidente potencial feminista, aunque algunas hubieran leído muy poco o nada sobre el tema. Saber que andan por el mundo defendiendo su forma de vivir me recordó que hay cosas, luchas, prácticas revolucionarias que no necesitan a la academia, que emergen simplemente porque vivir con opresión no es aceptable. Ellas, mis compañeras casuales del viaje, resistían sin otro apoyo que el mutuo. No las busqué explícitamente, pero me alegraron el presente y el futuro. Son a las que termine conociendo.
Llegado el momento fui en busca de las otras. Acordé algunas reuniones y conocí a Dalia. Me enseñó fotos, en una de ellas aparecía cargando un costal que parecía rebasar sus fuerzas, pero se veía feliz a pesar de ello. Me contó que su práctica estuvo en lo urbano y lo rural; que ingresó a los 14 años al movimiento. Me enseñó una forma de sanación que practican en su organización: el psicodrama. Caí en cuenta de que sanarse no era una práctica común, que algunas lo callaban, lo ignoraban, otras lo escribían, quizá lo publicaban, y otras se reunían para manifestar sus emociones y buscar un poco de calma.
Mi siguiente reunión fue con Graciela. Era rubia, alta, de ojos claros; características que la pusieron en circunstancias particulares, por venir de una clase mejor posicionada socialmente. Ella intervino en el espacio urbano. Las habilidades que le dejó el tener que sobrevivir en la ciudad durante la guerra seguían presentes en ella; había sobrevivido a asaltos a sus casi 65, no tanto por amor a sus pertenencias, sino por una reacción impulsiva a la injusticia. Me contó que siempre defendía sus posturas y que eso incomodaba a sus pares masculinos; dijo comprender la carencia que dejó desconocer al feminismo en los tiempos de militancia. Al despedirnos me mostró dos carteles: uno del partido de izquierda al que perteneció y otro feminista. Me presumió orgullosa que su nieta de apenas 8 ó 9 años discutía con su profesora porque habla sólo en masculino; creo que ve en ella su legado. Ella me habló de Marcela, me dio su número y me alentó a ir a conocerla.
Fue fácil encontrar a Marcela, toda la gente la conocía en su pueblo. Al llegar estaba haciendo “cuajada” (un tipo de queso) y me pidió que la esperara. Era una mujer de casi 70 años que aún vivía con quien fuera su compañero afectivo durante la guerra. Me dijo que daba clases a nivel primaria y que tenía poco tiempo antes de preparar la clase de ese día. Escuché en ella más que en ninguna otra el deseo de una revolución que apelara por una justicia real. Su voz era firme; me di cuenta que había reflexionado mucho respecto a las virtudes y carencias de su experiencia en la lucha. Nunca usó la palabra feminista, pero supe que lo era.
Volví a la ciudad después de esa visita con un bocanada de aire fresco. Me retumbaba en la cabeza el “pasa la voz hermana”. Sus ideas, esperanzas, miedos, sus errores, todo iba tomando forma. Reafirmé la importancia de que algunas se atrevieran a ser críticas respecto al movimiento que las vio nacer como revolucionarias. Reflexioné en lo que significaba su trabajo con la memoria, en la seguridad conmovedora de esas voces que se quebraban por momentos, que eran conscientes de que, en cierta medida, no triunfaron, pero que no por eso se escuchaban vencidas. La mayoría relacionaba las incomodidades que padecieron durante la guerra con el hecho de ser mujeres. Yo reconocí sus luchas que, aunque en su momento no les permitieron gestar una resistencia feminista como frente, se los permitieron mucho tiempo después, cuando la guerra ya había cambiado.
Con nostalgia comencé a despedirme, sabiendo que extrañaría a esas compañeras de viaje a las que espero volver a ver, aquí o allá. El siguiente destino ya no me despertó tanta emoción; presentía que lo que había vivido era insuperable. Me esperaban nuevas fronteras por cruzar; más hostilidad. Siempre preguntaban por qué “iba sola”. Me encontré a otra viajera solitaria cuya condición de extranjera del primer mundo le prodigó mejor suerte que a mí.
Al llegar a mi último destino conocí a Lucía, de personalidad festiva, sonriente, gritona, irreverente. Se aseguró de que mi corta estancia fuera cómoda, sin entender que el que me platicara de su vida, de sus hijxs, era más que suficiente. Trabajaba más de lo que tenía para disfrutar, como tantas. Me sorprendió su capacidad para seguir sonriendo. Me indignó pensar que ésas son las condiciones de muchas.
Las calles de esta última parada fueron terribles. El acoso y el machismo me enfermaron y me contaminaron el camino. Me inundó el odio porque, sin importar qué respondiera, no podía ganar. Dentro de todo me reconfortó encontrar en la calle una placa conmemorativa con el nombre de una mujer (después noté que se refiería a ella en masculino: no me sorprendió).
Deseo con fuerza que nunca se olviden sus nombres, y que nunca se olvide que no conocemos los de todas, que algunas no tuvieron la suerte de ser nombradas.
Fue un recorrido contrastante. Me valió acumular mucha indignación, que compensé con el hecho de haberlas conocido, escuchado, compartido experiencias con ellas, sabernos sobrevivientes de un mundo hostil. Me siento afortunada porque me acogieron y confiaron en mí, porque apoyaron mi proyecto. Por eso no puedo concluir este pequeño escrito sin expresarles mi eterno agradecimiento, porque me ayudaron a seguirme moviendo bajo la plena consciencia de que esta vez es nuestro turno.
Magali Sánchez García. Latinoamericanista anticapitalista y feminista despatriarcalizante. Arde por la autonomía, la autogestión y la posibilidad de vivirnos y construirnos libertariamente.